9.26.2016

Mocos



—Ten cuidado, te vas a sacar un ojo o un cacho de cerebro, ¿no quieres un kleenex?
—No, gracias. Y llégale si tanto te molesta. Además yo nunca te pedí que vieras cómo me saco los mocos.

Y así lo hizo, ella se fue y yo me quedé sentado en el anden del metro mirando a la gente convertirse en sardinas para conseguir un sitio en aquella inmensa lata anaranjada, mientras continué con singular alegría sacando todo tipo de objetos desde el interior de mis fosas nasales.

Ya olvidé cuándo inició esta curiosa manía, es más, no sé cuál fue el primer objeto que aprendí a modelar a la perfección con mis mocos. Si me esfuerzo por recodar cómo comenzó todo, alcanzo a ver a un pequeño niño jugando con finos y beligerantes soldaditos en plena guerra contra las destructivas bolitas de mocos. Después veo a otro muchacho a mitad de su adolescencia, cohibido, con la cara roja y con la mirada sobre la punta de sus pies, con una mano en la espalda mientras que, con la otra, le ofrece una bella flor –sí, también hecha con mocos- a su primera novia. A partir de ese momento los recuerdo parecen más claros: flores, ramos de ellas como obsequio para más novias, amigas y familiares. Días de la madre, bodas, velorios y salas de espera de hospitales bellamente adornados con racimos, coronas y guirnaldas creadas con la misma materia prima y con todo mi cariño; conmovedores ositos de mocopeluche como regalo para cumpleaños. Los cuadernos del colegio forrados con mococristal aplicado con toda la dedicación durante esas largas tardes de verano. Las reparaciones domésticas de plomería, albañilería y ebanistería, siempre han sido faenas donde los mocos han jugado un práctico papel ya sea como empaque de tuberías de desagüe, sellador para maderas finas o como resanador de techos, muros o viejos trastes de peltre.

Así, mientras pensaba en lo satisfecho y agradecido que me sentía con dios por esta bendición, mi dedo índice dibujaba circunferencias cuasi perfectas en el interior de mi fosa nasal izquierda en búsqueda de algún moquillo rejego que se resistiera al milagro creacionista. Fue así como en ese momento decidí cambiar al dedo meñique, al que por su pequeño diámetro, le es permitido llegar hasta los puntos más recónditos de la nariz. ¡Y eureka! La punta de este dedo juguetón tocó algo duro: era un cenicero, lo saqué y continué mi búsqueda. Cuando el aburrimiento me estaba ganando sentí otro objeto, pero más grande, con cuatro patas y de caoba. Sí, era una mesa y era perfecta, porque justo necesitaba algo donde poner el cenicero. Y como la ley la es ley, después salió un par de sillas. Porque una imposibilidad es una mesa sin sillas y viceversa. Tomé asiento, prendí un cigarrillo –total, ya tenía cenicero- y prolongué mi enmienda hasta tocar una forma de zapato, no, perdón, ¡era una bota! Lo cual me entusiasmó tanto que los embates y jaloneos dentro de mi fosa nasal adquirieron la calidad de poderosos zarpazos que por ningún motivo dejarían suelta a su presa. Seguí jalando aquella bota y después de unos instantes la sorpresa de nuevo me emocionó… no era solo una bota, ¡eran dos! Y después un húmedo impermeable, unos guantes de carnaza, un casco, una mascarilla de oxígeno y claro, una persona vestía todo aquello. Era un bombero. Era mi abuelo.

El viejo estaba sorprendido. Preguntó qué mierda pasaba, por qué estaba ahí, en frente mío ya que, instantes atrás, él estaba en medio de un encrespado incendio. Se limpió el tizne de los ojos y me reconoció, me dio un abrazo y pregunto por mis padres. Le dije que tomara asiento, que para eso había sacado las sillas y que hacía mucho tiempo que no le veía. Aceptó y nos sentamos. Le ofrecí un cigarro y mientras fumamos me puso al tanto de todos los pormenores de su oficio y antes de terminar con el segundo cigarro, noté cómo sus movimientos, así como sus palabras, se comenzaban a entrecortar hasta que, las pausas entre éstos, terminaron en un alto total. Sí, el tiempo había hecho su trabajo: mi abuelo estaba congelado y parecía una estatua, pero no de mármol ni granito o marfil; era una estatua de mocos secos y endurecidos. Me tomé una foto junto a él y después aproveché el ligero peso que tienen los mocos y me puse la escultura al lomo. Sabía que a unas cuantas cuadras había una estación de bomberos. Llegué y solicité hablar con el elemento de mayor rango. Era un señor parecido a mi abuelo: canoso, panzón, con la mirada de vidrio y con el cuerpo igual de viejo, pero no de mocos. Le dije que quería donar una estatua, como muestra de mi apoyo a la heoríca institución. Le dije que era de un material muy fino y preciado. El comándate aceptó gustoso e inmediatamente ordenó que colocaran la estatua a la entrada de la estación. Después de un fuerte aplauso y unas palabras de agradecimiento por parte del comité de honor, estreche varias palmas, y presuroso regresé a mi casa, aún tenía trabajo por hacer. Sí, ahora quería una nueva novia hecha de mocos.

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