3.19.2018

El amor en tiempos del abstencionismo



Por ejemplo, el porcentaje de abstención en Finlandia en las últimas elecciones presidenciales 2018 fue más o menos del 30 % y en Alemania fue del 10 %. En Méjico el porcentaje en el 2012 fue del 35 %. Y, aunque nuestra agilidad mental nos lleve a creer que no estamos tan mal, porque en el primer mundo también hay abstención, es justo aquí donde deberíamos de manejar con muchísimo cuidado nuestra superinteligencia, porque fácilmente podríamos deducir que es posible respirar en el fondo del océano, ya que el agua también tiene oxígeno... En otras palabras, se puede afirmar con precisión que la abstención en Finlandia no sucede por ignorancia o apatía política, sino por confianza, y las razones de esta confianza se obvian en varios hilos. El primero es la clarísima -valga el énfasis- transparencia y pulcritud con que es conducida la administración pública de tal nórdica nación. O sea, los índices de corrupción son envidiablemente casi inexistentes, ya que su sistema considera órganos de supervisión exhaustiva sobre cada euro que conforma su PIB. Así, esta pulcritud sistemática es una base sólida para que el ciudadano promedio confíe plenamente en su gobierno y en sus partidos políticos, porque al final, gane el partido que gane, este estará controlado, supervisado, pero sobre todo buscará el bien común o lo más cercano a tal, cumpliendo con las exigencias de la población. Excepto los fachos ultra hiper nacional socialistas blancos piel rosita, claro.


Siendo así, y por obvias razones, lo más probable es que resulte descabellado realizar un comparativo entre Méjico y Finlandia, sin embargo, me atrevo a tal, principalmente porque la historia, la política y la democracia son términos universales. Pero, ¿por qué Finlandia? Pues eso, que me podría ver oportunista y entonces contestar que hablo de Finlandia porque mi actual esposa es de tal nacionalidad y por ende la información que tengo es de primera mano y más allá de lo que diga la Transparency International, por ejemplo. Y siguiendo la misma línea -esa de abusar del oportunismo-, entonces también podría mencionar lo atropellada que ha sido mi vida amorosa: dos matrimonios fallidos y un impreciso número de relaciones fracasadas... Exacto, si usted llegó hasta aquí y logró concatenar las diferentes ideas de las anteriores y despatarradas líneas, felicidades. Pero si no, entonces ahora me explico.


A pesar de que mi intención pueda leerse como puerilmente naíf, asumo el riesgo de intentar deshilachar el manto que cubre el síndrome del abstencionismo y la tirria que existe hacia a la participación de lo que conocemos o desconocemos de la Democracia.


La democracia está presente en nuestro salario, en nuestros hospitales, universidades y también existe en nuestras relaciones íntimas, nos guste o no. Por ejemplo, unas líneas arriba mencioné los mil y un fracasos sentimentales de los que he sido partícipe, con la intención de dibujar una analogía entre ese sentimiento de fastidio y frustración que siempre sucede al terminar una relación; nadie sabe amar, o es una o es otra, pareciera que no hay nadie para mí... todas son iguales, emparejándose con lo que he sentido después de varios resultados electorales o simplemente con el hecho de ser espectador de la situación nacional, todo esto metabolizándose en un desasosiego que licúa en mi cabeza la desesperanza, el fastidio, el sinfuturo. Así que, si usted duda de lo anterior, no me queda más que esperar que la respuesta que se suscite en su cabeza ante la pregunta ¿cómo te has sentido después de una ruptura amorosa?, sea en algo similar a la sensación de ser testigo de un nuevo fraude electoral. Aún así, si los términos traición, injusticia y desgano no se fijan en sus tripas, lamento informarle que usted tiene un serio problema y que necesita ayuda con urgencia.


Entonces... ya nos sentimos mal, es un hecho. Ya estamos en ese preciso momento donde dudamos de todo y de todos. Donde la única postura que encontramos para aminorar nuestro dolor es el de la víctima. Porque claro, alguien debe de tener la culpa, menos nosotros. Así, el paso que sucede a este estado es el que nos remite a encerrarnos dentro de cuatro paredes. Y, ya aislados y lejos de cualquier tipo de contacto es entonces que definimos nuestra futura y nueva postura ante la vida: ya nunca nadie será digno de mi amor ni de mi sexo ni de mi voto. Nos decimos a cada cucharada de helado, a cada fumada del porro, a cada final onanista. Sin embargo, la vida y el sistema continúan a paso firme, ambos ajenos a nuestro dolor, a nuestra soledad, a nuestro desempleo y a la inexistencia de oportunidades verdaderamente dignas... Hasta que un día, llenos de valor (o de necesidad) nos arriesgamos y decidimos enamorarnos de nuevo. Pero ya no por el mismo tipo de persona, porque afortunadamente la autoreflexión, la terapia y sus pastillitas nos han abierto nuevos horizontes donde ya no hay cabida para ese hombre borracho, inútil y mujeriego ni para esa mujer con ínfulas de princesa egoísta y caprichosa. Y, aunque la terapia o la historia nos ha mostrado una y otra vez que nadie es perfecto, nos enrolamos en una nueva relación. Y ahí vamos, con la debida precaución, pero también con ansias de esperanza de que ahora sí será diferente, que ahora sí será justo. Que ahora sí será lo que en verdad lo que necesito. Pero si no, entonces me sentiré conforme conmigo mismo por al menos haberlo intentado y no ahí, tumbado en ese limbo acrónico vulgarmente llamado «hubiera».

1.24.2017

1



Sí, es triste, pero justo eso pensaba, en que estás habitando muchos espacios. Que invades mi vida, que eres una tormenta que me empapa y por incontinencia todo termina hecho llanto, malas palabras y peores ideas. No me nace dejarte, porque el don de borrar nunca ha sido lo mío. He ahí la justificación de este cochinero, he ahí, el gran hueco que se llena de vacío. Sin embargo y siendo serios, sé muy bien que es necesario.

11.01.2016

Vivos




Me cayó pésimo cuando lo conocí; siempre cargaba con una libreta o con un cuaderno donde hacía todo tipo de cálculos mamones. De igual forma cargaba con un libro también siempre diferente. Sus lapiceros, gises y escuadras de maestro se me hacían pura faramalla. Yo siempre le rogaba a los dioses no tener que trabajar con él, porque hasta su voz grave me exasperaba. Sin embargo, el destino nos puso de frente y entre nosotros unos tragos de «stolych», su preferido. Libros, autores, películas y aventuras de su juventud, enmarcaron nuestras noches locas y borrachas que por lo regular terminaban con un paseo en su carro por donde las prostitutas hacían su nido; se detenía frente a ellas y les preguntaba cómo es que les iba la noche. Ellas, por el trato amable, se acercaban al auto sin reparo y bromeaban con nosotros. Una vez una chica le quiso agarrar el pito y él, apenado, se disculpó usando una de sus frases favoritas: «¡Uy no, mamacita!, es que lo dejé en el otro pantalón…» Me enseñó muchas cosas y lo acabé creyendo como un hombre de criterio muy amplio e inteligente. Así, cuando mi esposa de aquel entonces me agarró con las manos en un culo ajeno, yo me sentí muy mal. No podía con el remordimiento ni con la culpa, le conté cómo me sentía, buscando algo de apoyo, pero él se encargó de hacerme aún más mierda. Me regañó fuertísimo, me dijo que eso no se hacía y que ojalá y nunca olvidara cómo me sentía para que eso me detuviera la siguiente vez que se me ocurriera salir con alguna de mis pendejadas. Y sí, no lo he olvidado. Gracias, Gerardo. 


*


A «L» le prometí varias cosas. La primera y más importante fue que jamás escribiría su nombre completo si el escrito no iba dirigido a ella. Ya saben, los lingüistas y sus cosas lingüistas. El segundo asunto que me hizo prometerle fue que siempre tengo que imaginar que ella viene en todos y en cada uno de esos aviones que cruzan el cielo de este mugrero. Por eso mismo, ahora que no está y con todas las ganas de no caer en el cliché barato, me gusta ver las nubes e imaginar que prefirió ya no llegar y quedarse ahí, suspendida dentro de un paréntesis eterno, diciéndome de cosas y burlándose de mi existencia, diciéndome que no me confíe de mi naturaleza de «lucky bastard» y que nunca deje de practicar el malabarismo ni la piromanía, si es que voy insistir en eso de saltar siempre del sartén al fuego. La tercera promesa nos la hicimos ambos, pero ella no cumplió y está bien, o sea, la quise tanto que le perdono su desfachatez. De verdad. La promesa fue que nunca moriríamos. Aunque admito que a veces extraño su inteligencia, su honestidad, sus trucos para quitarse el frío, sus erres arrastradas, sus caricias, su risa de loca, pero sobre todo los latidos de su corazón… Y ya, porque no quiero que me vea chillar, otra vez.

9.26.2016

Mocos



—Ten cuidado, te vas a sacar un ojo o un cacho de cerebro, ¿no quieres un kleenex?
—No, gracias. Y llégale si tanto te molesta. Además yo nunca te pedí que vieras cómo me saco los mocos.

Y así lo hizo, ella se fue y yo me quedé sentado en el anden del metro mirando a la gente convertirse en sardinas para conseguir un sitio en aquella inmensa lata anaranjada, mientras continué con singular alegría sacando todo tipo de objetos desde el interior de mis fosas nasales.

Ya olvidé cuándo inició esta curiosa manía, es más, no sé cuál fue el primer objeto que aprendí a modelar a la perfección con mis mocos. Si me esfuerzo por recodar cómo comenzó todo, alcanzo a ver a un pequeño niño jugando con finos y beligerantes soldaditos en plena guerra contra las destructivas bolitas de mocos. Después veo a otro muchacho a mitad de su adolescencia, cohibido, con la cara roja y con la mirada sobre la punta de sus pies, con una mano en la espalda mientras que, con la otra, le ofrece una bella flor –sí, también hecha con mocos- a su primera novia. A partir de ese momento los recuerdo parecen más claros: flores, ramos de ellas como obsequio para más novias, amigas y familiares. Días de la madre, bodas, velorios y salas de espera de hospitales bellamente adornados con racimos, coronas y guirnaldas creadas con la misma materia prima y con todo mi cariño; conmovedores ositos de mocopeluche como regalo para cumpleaños. Los cuadernos del colegio forrados con mococristal aplicado con toda la dedicación durante esas largas tardes de verano. Las reparaciones domésticas de plomería, albañilería y ebanistería, siempre han sido faenas donde los mocos han jugado un práctico papel ya sea como empaque de tuberías de desagüe, sellador para maderas finas o como resanador de techos, muros o viejos trastes de peltre.

Así, mientras pensaba en lo satisfecho y agradecido que me sentía con dios por esta bendición, mi dedo índice dibujaba circunferencias cuasi perfectas en el interior de mi fosa nasal izquierda en búsqueda de algún moquillo rejego que se resistiera al milagro creacionista. Fue así como en ese momento decidí cambiar al dedo meñique, al que por su pequeño diámetro, le es permitido llegar hasta los puntos más recónditos de la nariz. ¡Y eureka! La punta de este dedo juguetón tocó algo duro: era un cenicero, lo saqué y continué mi búsqueda. Cuando el aburrimiento me estaba ganando sentí otro objeto, pero más grande, con cuatro patas y de caoba. Sí, era una mesa y era perfecta, porque justo necesitaba algo donde poner el cenicero. Y como la ley la es ley, después salió un par de sillas. Porque una imposibilidad es una mesa sin sillas y viceversa. Tomé asiento, prendí un cigarrillo –total, ya tenía cenicero- y prolongué mi enmienda hasta tocar una forma de zapato, no, perdón, ¡era una bota! Lo cual me entusiasmó tanto que los embates y jaloneos dentro de mi fosa nasal adquirieron la calidad de poderosos zarpazos que por ningún motivo dejarían suelta a su presa. Seguí jalando aquella bota y después de unos instantes la sorpresa de nuevo me emocionó… no era solo una bota, ¡eran dos! Y después un húmedo impermeable, unos guantes de carnaza, un casco, una mascarilla de oxígeno y claro, una persona vestía todo aquello. Era un bombero. Era mi abuelo.

El viejo estaba sorprendido. Preguntó qué mierda pasaba, por qué estaba ahí, en frente mío ya que, instantes atrás, él estaba en medio de un encrespado incendio. Se limpió el tizne de los ojos y me reconoció, me dio un abrazo y pregunto por mis padres. Le dije que tomara asiento, que para eso había sacado las sillas y que hacía mucho tiempo que no le veía. Aceptó y nos sentamos. Le ofrecí un cigarro y mientras fumamos me puso al tanto de todos los pormenores de su oficio y antes de terminar con el segundo cigarro, noté cómo sus movimientos, así como sus palabras, se comenzaban a entrecortar hasta que, las pausas entre éstos, terminaron en un alto total. Sí, el tiempo había hecho su trabajo: mi abuelo estaba congelado y parecía una estatua, pero no de mármol ni granito o marfil; era una estatua de mocos secos y endurecidos. Me tomé una foto junto a él y después aproveché el ligero peso que tienen los mocos y me puse la escultura al lomo. Sabía que a unas cuantas cuadras había una estación de bomberos. Llegué y solicité hablar con el elemento de mayor rango. Era un señor parecido a mi abuelo: canoso, panzón, con la mirada de vidrio y con el cuerpo igual de viejo, pero no de mocos. Le dije que quería donar una estatua, como muestra de mi apoyo a la heoríca institución. Le dije que era de un material muy fino y preciado. El comándate aceptó gustoso e inmediatamente ordenó que colocaran la estatua a la entrada de la estación. Después de un fuerte aplauso y unas palabras de agradecimiento por parte del comité de honor, estreche varias palmas, y presuroso regresé a mi casa, aún tenía trabajo por hacer. Sí, ahora quería una nueva novia hecha de mocos.

9.13.2016



Ni siquiera tuve tiempo para cambiarme, así que metí mis cuchillos nuevos y el mandil a la mochila. Le agradecí a don Alfonso el permiso de dejarme salir temprano y tomé el primer taxi que pasó. Cuando llegué al hospital la crisis ya había pasado.

—Fue otro ataque de ansiedad que por suerte no pasó a mayores— Me dijo mi hermana.

—Ya, qué bueno. Pero insisto en que hay que hacer algo. Yo, aunque quiero mucho a mi mamá, no me puedo estar saliendo así como así de la carnicería. Don Alfonso se va a cansar de mis salidas y en una de ésas me corre— le dije preocupado a mi hermana.

—Sí ya sé que por nosotras te estás llevando una chinga, Fernando, pero no seas gacho, mi mamá siempre ha visto por ti y es momento de que le regreses algo de tanto.

—Lo sé, carnala. Ustedes siempre han sido bien leña conmigo y te prometo que siempre haré lo que pueda.

—Te creo, Fer. Y pues ya vete a la casa, yo me llevo a mi mamá. Acuérdate que mañana tienes que estar en el rastro a las tres de la mañana y ya te ves bien tronado.

Esa día ya era algo tarde y todavía tenía que caminar durante veinte minutos hasta el metro, hacer tres transbordos y al final tomar un camión. Y, aunque trabajar en la carnicería me había dado una correosa musculatura, iba un poco nervioso porque traía los cuchillos nuevos que acababa de comprar y tenía miedo de que me asaltaran. Era un miedo comprensible, los cuchillos eran de acero alemán y me habían costado casi dos meses de sueldo.

Para mi fortuna, ese día el metro iba bastante cómodo tanto que me tocó asiento y a cada estación se iba quedando más y más vacío haciendo el ambiente más respirable. Tres estaciones antes de que me bajara, abordaron mi vagón tres policías. Se veían sudorosos, cansados y los tres, probablemente de tanto sol o de tanta mota, tenían los ojos muy rojos. Se sentaron frente a mí y extendieron cómodamente sus piernas. Primero parecía que cada uno iba ensimismado en sus asuntos. Miraban la publicidad del vagón, revisaban su celular, bostezaban profundamente, echaban un ojo a los demás y ya pocos pasajeros, hasta que los ojos de uno se toparon con los míos.

—Tons qué, pareja. ¿Se arma el ranchito o le pegan agruras?— Le dijo el poli 1 al poli 2 mientras ambos me miraban.

—Ñaaaaaa 23… A mí nadie me pega. Usté’ ponga su 14 y yo le doy frío— contestó el poli 2.

—Tssssss ya’stá, padrino. ¿Y a usté’ ni le pregunto, ve’a, parejita?— le preguntó el poli 1 al poli 3.

—Cht cht chttt afirmativo. ¿Pero qué o qué?, un bucanitas, ¿no?— contestó el poli 3.

—Símondoooor. Nomás que entonces hay que hacer la vaquita, ¿no?, ¿cómo ven si le pedimos al joven que nos coopere?

En ese momento los rostros gorilosos de los tres polis voltearon al unísono hacía mí. Pensé en cuánto dinero traía: no era mucho, en más, sólo traía los diez pesos para mi último camión…

Sentí un miedo sumamente extraño. Un miedo que nunca había sentido. No sé, si lo imagino, creo que justo así ha de ser la sensación de estar frente a la muerte. También me pregunté si ese miedo es el que han experimentado las mujeres cuando las acosan o peor aún, cuando las violan. Imaginé todo lo posible. Sin embargo, ese terror que sentía no era por sufrir algún daño físico; imaginé que esos servidores públicos fácilmente me podrían incriminar por cualquier delito. Imaginé a mi madre, enferma, pendiente de los días de visita en el reclusorio llevándome en cada visita sus platillos preparados con amor. A mi hermana pasando las vejaciones de custodios, presos y lenchas del penal, sólo para decirme que no me preocupara, que ella cuidaría bien a mi madre. Me imaginé saliendo de mi reclusión después de veinte años o algo así, con la cara marcada y llena de cicatrices producto de las muchas peleas. Me vi perfectamente visitando por primera vez la tumba de mi madre, llorándole, pidiéndole perdón a su lápida gris y ya cuarteada por el tiempo y el olvido… Madre: gracias por todo. Tú y mi hermana fueron las únicas que creyeron en mi inocencia… ¡No!, ¡ni madres!, ¡estos pendejos no arruinarán mi vida! Así que rápidamente me levanté de mi asiento. Saqué el cuchillo cebollero de mi mochila y con un solo y rapidísimo movimiento en línea horizontal corté profundamente los tres malhechores rostros. Inmediatamente ellos, entre desgarradores gritos, llevaron sus manos a donde brotaba a borbotones la sangre. Eso me dio tiempo para sacar el cuchillo más pesado, el que se usa para romper huesos y espinazos, y les corté las manos. Con otra herramienta les saqué los ojos y les corté la lengua. Por último saqué la chaira y les di varios picotazos en sus lampiños pechos. Yo estaba enloquecido, pero feliz por al fin cumplir mi adelantada venganza. Al fondo del vagón había una pareja de señores que miraban la escena con la boca abierta y agarrados con todas sus fuerzas del barandal. Les dije que no temieran, que estos hijos de puta habían querido arruinar mi vida y que todo lo había hecho en defensa propia, así como lo haría cualquier hombre. Sin embargo, sabía que para el mundo es muy difícil entender las venganzas ajenas, así que saqué mi mandil de la mochila y me lo puse. Eso hacía que la sangre que manchaba mi ropa y mis botas pareciera más natural, más propia de mi humilde oficio.

Cuando llegué a mi casa, mi madre y mi hermana ya estaban ahí. Me preguntaron por qué había tardado tanto, que ya estaban preocupadas. Yo les contesté que no tenían nada de qué preocuparse, que yo haría lo que fuera para estar siempre con ellas. Mi madre suspiró contenta y le agradeció a dios por tener un hijo tan bueno.

9.06.2016

Fiesta




Mis amigos me han abandonado en los peores momentos. Mi familia lo hizo justo cuando les reclamé por mi primera lágrima. A las mujeres -todas- he sido yo quien las ha dejado a la primera de sus mentiras, a todas, menos a una, a la que más he querido, y todo porque prefirió morir antes que estar conmigo. Miento, murió porque así ella lo quiso. 




Después de eso lo único que me quedó del camino es el trabajo que antes me gustaba. Ser preciso, dedicado, intuitivo y curioso. Aprendí a ver, a pensar en cómo las cosas tienen un funcionamiento exacto dentro de una generalidad. Conocí el significado del color blanco y sus propiedades más excéntricas. He trabajado con el significado semántico del rojo y de la palabra fuego. El negro siempre me ha provocado, lo considero un irreverente que juega con mi metabolismo porque en momentos es nostalgia que de repente cambia a furia o a silencio y, sin embargo, siempre lo visto. Lo material, aunque siempre lo he tenido, nunca me ha importado; he tomado la decisión de olvidar el valor del dinero y lo que se adquiere con él. Porque las riquezas son para los pobres, para los mediocres simplistas que se dan el lujo de vivir en un mundo de elección, me digo.




Y así, todo lo voy llenado con abandono de mi presencia. Con cada respiro, con cada luna llena y con adioses que nunca digo. Pero que no se tome como cobardía, inestabilidad o falta de interés, porque eso nunca. Juro por todos los dioses que duermo en plena lucha, cansado, con la agonía como enemigo mientras toco cientos de puertas que, sé perfecto, nunca abrirán. Y es que es muy probable que todo esté en el lugar equivocado aunque por momentos soy yo quien cree no pertenecer a sitio alguno. Lo más probable es que tenga el cuero enfermo por ser tan sensible. Vomito desaires y me trago groserías. Porque yo no soy quién para descongelar, enfriar o templar a nadie. Y aunque haya nacido fuego hoy siento que me extingo como tantas veces, como siempre.




No porque la derrota esté teñida en mi estandarte significa que me he acostumbrado y que es parte de mí. Porque yo sigo, así, igual de intolerante a la traición, al robo hormiga de mi sangre, a la sensatez de esos niños que juegan a ser viejos pero que no son más que pútridas personalidades ofensivas e ignorantes de quien está a su lado compartiendo el oxígeno del paisaje. No. Prefiero huir del ataque, del cambio ajeno. Prefiero perderlo todo como siempre. Prefiero convivir con la mudez de mi sobra, con el conflicto de ideas que nunca están de acuerdo. Prefiero pensar en lo pudo haber sido. Porque nadie está para tolerar nada, ni siquiera yo, y eso, justo es nuestro regalo.






Feliz cumpleaños a mí.

7.21.2016

Lado C







A excepción del ying yang, siempre me ha gustado el número dos. La idea de Eros contra Tánatos a veces provoca que me pierda, pero eso sí, muy contento. Por eso uso las marcas de mi cuerpo del lado izquierdo. Así también cuando me caigo en la bici o caminando, siempre prefiero caer del mismo lado. Siempre del lado del corazón.

6.30.2016

Que se mueran la tibieza y los cero grados; el secretísimo, el bajocontrol, la ñoñez, los hipsters, los jipis, los semáforos en rojo, las noches de domingo, las mañanas de todos los días, los libros caros, las moscas que surfean la sopa de estrellas marineras, los sexos resecos así como las piernas cerradas y los culos apretados, la última gota de la felicidad, todos los puntos finales y todos los paréntesis, pero sobre todo, las palabras "entrecomilladas" que significan todo o nada. Y más aún: que se mueran las noches que todo lo hacen pardo, incluso a los gatos, incluso al Sol.

Una foto publicada por Victor Hugo (@hugomajadero) el

6.28.2016

Las formas no se angustian. Las formas son formas y ya


Siempre me han gustado las plantas, las flores y los árboles. Sus formas precisas me atraen. Sus colores me hacen pensar en los procesos que se conjugan. En cómo la luz en pleno acto de magia descubre por mera reflexión y refracción tonos naturalmente agradables. También me gusta concebirlos como pequeños ejercicios que la naturaleza, para no perder la práctica, se deja de tarea a sí misma. Como sea, hace más de un año alguien me regaló una plantita y cuando lo hizo me dijo "aprende a cuidar una planta, porque si no puedes con eso, entonces no puedes con nada". Y claro, soy una persona que confía en los símbolos y en que los pequeños detalles siempre serán sumamente significativos. Así que puse todo mi empeño y todas mis manos en ello. Y, sin embargo, la vida no es fácil. Pese a mis cuidados, -ponerla al sol, hidratarla, drenarla y, no voy a admitir que habla con ella, pero en varias ocasiones sí me caché preguntándole de manera discreta cómo es que andaba, que si necesitaba algo-, ella se dedicó a morir y a revivir cada semana. Hasta que un día me fastidió, porque ya no crecía, pero tampoco termina de morir. Así que lo único que hice fue hidratarla y negarle mi atención. Ya no más pláticas, ya no más sol. No sé si ella se hizo amiga de los pájaros o de alguna que otra lagartija de esas que a veces entran a mi casa. Lo cierto es que ahora la miro así, creciendo a sus anchas y sin ningún reparo. Y me da gusto por ella, pero me da más gusto por mí, porque finalmente sí pude con el reto. O sea que sí puedo con todo.

6.21.2016

Shirley, visions of reality





Y pues eso, que ya vi la película y me gustó. Lo cierto es que aborda asuntos «arcaicos» y «fuera de moda» (saludos a la segunda guerra mundial, al incipiente terror comunista auspiciada por la crisis del 29, así como al erotismo ochentero y lynchiano) y, por lo mismo, cumple perfecto con la tendencia posmoderna, esa la de buscar las prendas más «out» en el velís de la abuela y poderlas lucir en un picnik-chick a las afueras del Tamayo… Sin embargo, la película también nos viene manejando lo que han sido los mismos y misteriosos temas desde siempre: la luz, la sombra, la soledad, el silencio y el tiempo. Y es justo aquí donde si trenzamos a los impresionistas con la alegoría de la caverna de Platón y a la concepción de «el instante» de Farabeuf, la cosa se pone buena y amable tanto que podemos hacer a un lado a todas las obras de Hopper, a la -floja- historia de fondo y al arte experimental, para asumirnos como simples mortales vulnerables a 89 minutos de vida. O algo así.


https://www.youtube.com/watch?v=n12IqtouuqY

6.06.2016

Para irse a la mierda uno no necesita coordenadas




«Si mi discurso es decepcionante, incluso a veces deprimente, no es porque me divierta desanimar, todo lo contrario. Es porque el conocimiento de las realidades conduce al realismo»



Los días siempre comienzan de forma distinta. Pongamos que hoy me desperté con unas ganas infinitas de mandar todo a la mierda. Así que sin pensarlo y después de unas cuantas llamadas telefónicas, terminé de anudar las agujetas rojas de mi botas y, como dice la canción, fui a la terminal del ADO a esperar mi camión. Intenté usar mis conocimientos en semiótica para descifrar cuál de todos los nombres-destinos contenía en su significado los conceptos de «verde, boscoso, tierra, montaña», pero no sirvió de nada, así que terminé preguntando. Cuando llegué a mi destino lo primero que hice fue comprar una paleta de hielo. Pagué con un billete de cien y me regresaron diez pesos de cambio; vaya, parece que este es el pueblo de las paletas millonarias, me dije. Enseguida eché una mirada a los tablones de la paletería donde estaban escritos con cal y con letra de borracho los precios, luego miré los jiotes marcados que tenía el niño en su cara, pero sobre todo vi su mirada. Era una de ésas donde los ojos, vacíos, apuntan hacia nada o, mejor dicho, hacia el futuro. Así que no la hice de pedo, dije gracias, guardé mis diez pesos, le di dos lamidas a mi paleta y me largué de ese lugar antes las tripas se me hicieran más bola.

El camino era una pendiente y el destino la cima. Hice los cálculos y supuse que sería una ruta de hora y media. Poco antes de llegar ya iba maldiciendo de nuevo, «por qué mierda no compré diez paletas con mis cien pesos…», pero mis pensamientos fueron interrumpidos por el jefe de una familia que me preguntó que para dónde era, que si para allá o por allá. Le dije que era para donde él quisiera, que de eso se trataba todo. Esperé para ver qué camino escogían y entonces yo escogí el contrario. Por supuesto resulto ser el camino más largo y lleno de maleza, misma que hizo que perdiera de vista la cima, sin embargo, la inclinación del terreno me decía que era para «arriba». Algunos dicen que el caminar libera, de qué, no sé, pero la liberación nunca pasó por mi cabeza, sino todo lo contrario: pensé en derrumbes, en incendios, en jaurías de lobos salvajes y en osos como el de la película de Leonardo Dicaprio. «Ese sí sería un final sumamente ridículo, ademas no vengo listo como para pelear con ningún oso», me dije. Así que decidí virar mis pensamientos y como estaba en eso de las películas, preferí pensar en «the lobster», pero musicalizada por Chinawoman. «Eso sí me gusta. Ser parte del bando uno o parte del bando dos. O qué tal que mejor decido inaugurar el bando tres. Porque de eso se trata todo». Me dije.

5.31.2016

En algún momento tiene que comenzar el regreso



A los diez años decidí que las caricaturas serían mi única guía de vida. A esa misma edad también me quedó claro que la convivencia entre mis iguales era tan solo un juego de niños. Así que desde ese entones preferí amigarme con los charcos, los árboles, las arañas y los espejos.

Antes de la segunda década tomé de forma absoluta las riendas de mi vida. Me negué a cualquier tipo de dependencia, correspondencia y orden. Mi pasado y todo lo que contenía lo usé como escombros para edificar encima de ellos mi nueva vida. En ese momento lo tuve todo. Tuve la fuerza, la actitud, pero sobre todo la claridad para concebir la idea de que lo factible de una reconstrucción depende en proporción de cuánto polvo y caos se generen.


Así que llegué cubierto de heridas al tercer piso. Heridas que asumí como galones, como cruces de hierro, como corazones púrpura. Sin embargo, al llegar al descanso del tercer piso la Muerte ajena me tomó por sorpresa y en un descuido me lo robó todo. Después me enteré de que, Ella, tan insulsa, había empeñado mis pertenecías como si se trataran de meras baratijas. «Todas las medallas, al estar forjadas con sangre ajena, tienen un valor igual a cero», me dijo la muy cínica al entregarme la nota de empeño.

Hoy, la mayoría de las tropas se han jubilado. Los pocos que quedan son unos cuantos vejestorios que, mientras dan sorbos al café, platican de cuando soñaban en ser caballeros forrados en deslumbrantes armaduras y montando caballos concebidos en el infierno. «Cyrus, Tamerlán y Cerberé, no eran caballos, eran mis amigos y juntos queríamos hacer justicia. Qué recuerdos» Se dicen entre sí los viejos.

2.16.2016

Un día oscuro

Desde la obligada tolerancia y hasta la estupidez diplomada, afirmo sin lamentos dramáticos ni datos falsos, que cada pedazo de segundo afirma lo inseguro del siguiente instante; nada está a salvo, ni la mejor idea o el peor deseo. Por lo mismo presumo con orgullo mi falta de escalones y mi falta de sumisión. Ya que gracias a Newton y su tercera ley de la condena mortal, hoy puedo presumir de mi terror por la realidad cuando debería de congratularme por la no correspondencia entre mis pensamiento y mis actos. Lo lamentable es que, al igual que el árbol, a veces tengo la vulgar  necesidad de ser escuchado cuando caigo.

¡Echen paja!

Muerte lenta, húmeda, retrasada y muy apestosa.

Creo que los hielos de las cubas del viernes estaban infestados del virus de la cólera. Tengo escalofrío, fiebre, insomnio, debilidad y me apestan las patas. Hedor que se confunde con el del vómito verde-azul turquesa como de pintor.

Dudo entre drogas legales o drogas sin empaque; entre hablar con médico, un cura o la sexy enfermera disfrazada de gente pulcra; entre dormir, morir o simplemente tomar un baño.

Sea como sea, ya lo dije: nada como que la propia muerte sea lenta, indecisa y aburrida tanto que, mejor los sigo acompañando.

Y aunque la gente se moleste porque nunca la reconozco, debo admitir que lo que más disfruto de tener memoria fugaz, es que ya olvidé lo que iba a decir.


Si el Mundo estuviera organizado por conjuntos, éste sería el de los tarados.

me duele la lengua

...se antoja para una tarde de domingo, con luz y en silencio. Vestido sólo con un zapato, sin hambre y sin sueño. Drogado con mi piel. Pensando en lineas sin sentido, sin principio ni final. Sin desde ni para... burbujas de ningún color, llenas de vacío, de sueños que flotan, que vuelan y que otra nada las rompe. Los ojos tienen sueño, pero los dedos quieren mover lenguas, escuchar palabras, escuchar ideas, escuchar poesía... naaaaaa. Ya no hay nada escuchable, lo mejor ya se ha pronunciado. Mejor cierro el negocio.

1.21.2016

Prefiero que sea el Fin de la historia y no el fin del espíritu

Una de tantas teorías conspiratorias señala que absolutamente todo está concebido por un “Macro Estado”, ya que actualmente no existe cosa alguna que escape a su sistema económico-tributario. Desde los colectivos más underground y asistemáticos, hasta las comunidades que han fracturado de tajo cualquier lazo que las conciba como parte de la globalidad: todos y todo formamos parte de inmensas, pero no infinitas bases de datos donde se nos categoriza por nacionalidad, género, edad, inclinación política, etcétera. Probablemente esto fue lo que quiso exponer Fukuyama al declarar su intempestivo término “El fin de la historia”, ante el surgimiento del neoliberalismo y su “poder sanador” de la Guerra fría. 

Sin embargo, espero que los sueños ni el ímpetu masivo sean factores que coticen el las bolsas mundiales (como ya sucede con la inteligencia, la rebelión y el arte), ya que confío seriamente en que la frustración poco a poco se convierta en desesperación para luego ceder su paso al odio, y que éste finalmente termine con todo lo perverso. Y entiendo perfecto que los procesos sociales son lentos y generacionales, pero también creo que deberíamos de entender que no tenemos tanto tiempo. Además, el Fin de la historia no sucederá mientras alguien siga durmiendo, mientras alguien siga soñando.

11.03.2015

H O N E S T I D A D

Uno no puede evitar que con los años y las vivencias algunas ideas y percepciones se vayan descartando y otras acendrando, conformando nuestra identidad. Lo indispensable es ser honestos con nosotros mismos y ante las personas que confían en nosotros. En ese ejercicio dialéctico, es importante darse cuenta de que hay historias de amor que mueren y, como es natural, hay que dejarlas ir, conservando en su justo contexto aquello que nos hizo disfrutarlas. Entre esas historias están las que vivimos con tal o cual amigo. A veces descubrimos que ellos y nosotros nos hemos definido de maneras no sólo divergentes, sino opuestas y no mutuamente complementarias, lo que sería interesante, y no vale la pena ir por ahí evangelizando a nadie. Por ello no tengo ningún inconveniente en cortar lazos con quien haga falta, pues si la confianza es la base de la amistad y ésta ha desaparecido o se ha visto gravemente mermada no vale la pena quedarse allí viendo cómo se desmorona la fotografía. A esos seres que nos hicieron tan felices les debemos esa deferencia: dejarlos ir sin violencia.

9.30.2015

Apología, tributo y un dedo

Pongamos que todo lo ocurrido no es sino la minuciosa sucesión de hechos que determinan un complejo estado anímico: desolación, hartazgo, recuerdo, violencia, dolor e incongruencia, en ese preciso y justo orden.

Cuando desperté, ni mi brazo ni mi pierna te encontraron. Abrí los ojos, exploré el campo hasta el horizonte y lo único que pude ver fue tu figura marcada sobre la cama, sobre nuestra cama, sobre nuestro campo a veces de batallas, a veces de festines.

La nota lo decía todo: Nos hemos despedido tantas veces que una más sería una ofensa a todo lo que fuimos. Cuídate. Laura.

Estiré mis extremidades, me tallé los ojos, me toqué el pito para cerciorarme que no te lo habías llevado y me levanté de la cama con la única intención de juntar tus cosas y mandarlas a la mierda. ¿Una más o una menos? No sé, -pensé mientras buscaba tus cosas- lo menos que necesito en este momento son divagaciones matemáticas. Así que decidí terminar de juntar tus olvidadas pertenencias para después salir a desayunar. Admito que la desolación llegó cuando caí en cuenta que a mi existencia no solo le hacías falta tú, sino también el dinero. Busqué aquí, busqué allá y nada. Abrí los estantes de la cocina esperando encontrar algún manjar, pero a quién iba a engañar, mi cocina era como esos edificios de la posguerra tan abandonados que son perfectos para dar asilo al polvo y a alguna lata olvidada. Y sí, cuando miré dentro, juro por mi madre que vi al fondo de la pequeña alacena cómo una lata de atún miró al paquete de tostadas con unos ojos que decían: manita, manita, por fin nos van a comer.

Por lo delicado de la situación, decidí no mirar la fecha de caducidad, así que sin más y con los ojos cerrados abrí la lata. Toc-toc. ¿Quién es? La vieja Inés. No quiero nada, váyase. Regresé a la mesa con los ojos abiertos y vi cómo una mosca estaba sentada y columpiando sus patas traseras en el borde de la lata. Me senté a la mesa y ella, con un solo ojo me vio mientras que los otros novecientos ojos miraban lo que comían. A mí me pareció una grosería por no decir un desaire, una total desconsideración. Mosca hijadeputa, te voy a despedazar. Ella nada, dale que dale al atún, dale que dale a mi comida. Mientras pensaba en qué técnica usar para cazarla y que el cadáver de la mosca no terminara siendo parte de mi alimento, recordé uno de mis cuentos favoritos, Matamoscas de un tal Paredes. Aunque, a decir verdad, sólo recordé el título y nada de la trama. Así que maldije a la mosca hijadeputa, a mi memoria, a tu ausencia, a mi pobreza, a la gente que se muere, a la literatura y al arte en general. Intenté aclarar mis pensamientos con un grito de yoga que una novia zen me había enseñado: es como si el gobierno opresor arrojara una bomba atómica en tu cabeza. Todo quedará en blanco y hasta los pensamientos más necios no serán sino como polvo en el desierto. Pero desafortunadamente, por mi inexperiencia en las artes de la Luz, supongo, mi grito fue la onomatopeya de la bomba atómica que estalló sí, pero fuera de mí. La mosca voló con una sonrisa burlona perfectamente dibujada en su minúscula cara e hizo que me prendiera aún más. Ya verás hijadeputa, te destriparé con mis propias manos. Lancé cientos de puñetazos y ella, con gran maestría, evadía mis golpes mientras reía a carcajadas locas. Y a ciencia cierta no sé cuánto tiempo pasó, no sé si fueron minutos o días, pero al final los dos ya estábamos exhaustos. Sin embargo, la idea de ser derrotado por un ser minúsculo me hizo reunir todas mis fuerzas y voluntad en un último intento, y la maté de un solo puñetazo. Aunque la muerte sólo fue para uno, el dolor fue mutuo. Terminé con el dedo índice de la mano derecha destrozado. Me dolía como nunca me ha dolido nada. De hecho puedo asegurar que ese fatídico evento cambió mi vida ya que, por no tener dinero, me fue imposible ir al doctor y llevar una terapia digna.


Ahora mi dedo está chueco y adolorido y, como soy diestro, me he visto obligado a reeducar a mi mano izquierda, mis modos y costumbres, incluso para realizar las actividades más mundanas. Ya nada es igual, me rasco y limpio la cola con la zurda. La cartera la uso del lado contrario del que estaba acostumbrado. Toco los timbres con el dedo grosero, me desplazo en el celular con el dedo meñique y le cambio a la tele con el pulgar. Le conté a mi mejor amigo sobre lo acontecido y me dijo que en algunas culturas la gente lleva la uña del dedo meñique muy larga, esto con el fin de facilitar la extracción del cerumen de la orejas, los mocos de la nariz y uno que otro trocillo de caca o papel higienico del culo. Incluso, ahora, escribir es todo un reto, sobre todo porque tengo que soportar las vergüenzas que mis incoherentes escritos me hacen pasar. Como esta carta que te escribí, Laura, para pedirte que regreses. Te extraño. 

9.23.2015

Razones de peso

Su trágica historia estuvo marcada desde los primeros meses de su gestación, ya que, durante el embarazo, la madre de Edgardo tuvo que soportar comentarios como Ay, cuando nazcan los elefantitos me regalas uno, le decían algunas personas. Sin embargo, esas mismas personas que habían hecho mofa del inmenso vientre de la madre de Edgardo, estaban muertas de pena y vergüenza cuando se enteraron de que los cinco kilos que pesó el niño habían sido un enorme problema en la labor de parto, y habían terminado con la muerte de la madre.  

El padre de Edgardo era un tortero nativo de Guadalajara, y en un viaje que hizo a la capital en búsqueda de nuevos proveedores, conoció a Manuela, la madre de Edgardo. Ella era cajera en una tienda de abarrotes de la Central de Abastos. Manuela estaba embelesada con el porte provinciano y gallardía de aquel cliente, pero especialmente con la forma en que llevaba las patillas, algo así como de héroe patrio, mismas que había heredado Edgardo. Salieron un viernes. Fueron al cine, cenaron y terminaron haciendo el amor dentro de la camioneta con placas foráneas. Y eso fue todo, Manuela nunca volvió a saber de él. 

—Ay, mi’jo, tan no sabemos nada de tu padre, que ni siquiera podemos decir que es un perfecto hijo de la chingada —le decía doña Amalia, la abuela y tutora responsable de Edgardo, cada vez que éste le preguntaba por su parentela.


Doña Amalia tenía cincuenta años cuando murió su hija y pese a su edad y sus escasos recursos económicos, decidió adoptar a Edgardo como si fuera su propio hijo. Sin embargo, las buenas intenciones de la vieja no fueron suficientes para criar a un niño de semejantes magnitudes y antojos. El niño come durante la clase, El niño le roba el lonche a sus compañeros, Lo encontramos sentado en el escusado del baño comiéndose una torta, El niño no entra a la clase de educación física, El niño se metió a robar a la cooperativa, necesitamos que se presente en la Dirección… No había semana en que doña Amalia recibiera un reporte de Edgardo y su estrecha relación con la comida. Pero, ¿qué les pasa a estos maestros?, ¿qué no saben que un niño tiene que comer? Tú no te preocupes, mi’jo, te sacaré de esa escuela y trabajarás conmigo en la lonchería. 


Flautas, tortas ahogadas, pambazos y aguas de frutas tropicales en lugar de insípidos libros, fueron el paraíso para Edgardo. No necesitaba más. Tenía el cariño de su abuelita, comida en abundancia y al final de la semana, la venta de calóricos le dejaba unos cuantos pesos para ir al cine o salir por ahí a pasear. 

Doña Amalia, cuando aún tenía lucidez, fue la primera en advertir que el tamaño de Edgardito ya se estaba pasando de lo normal. Ay hijo, mejor tómate una coca light; ¿por qué no les preguntas a esos muchachos dónde juegan y un día te vas con ellos?; ¡Edgardo, ponle más lechuga a esa torta! Era la forma en que su abuelita intentó cuidar la ya desfigurada línea del muchacho. Pero él, como cualquier joven rebelde, hizo caso omiso a los, a veces regaños, a veces consejos. Mientras preparaba la torta de un comensal, picaba por aquí y por allá. El señor que vendía pan en bicicleta sabía que la lonchería era una parada que no podía dejar pasar. Diario, después de cenar, Edgardo se llevaba a la cama un tamal, una caja de galletas o alguna otra golosina que pudiera mitigar el hambre de las madrugadas. 

Y así pasaron los años. Por un lado, la energía y vitalidad de doña Amalia habían desaparecido dejando en su lugar un deterioro físico y mental. Mientras que por otro, los kilos y el volumen de Edgardito -así le decía de cariño su abuelita- habían aumentado exponencialmente al grado de que un día, sufrió una fuerte quemadura en la panza. Sí. El equipo de rescate no entendía cómo un hombre de semejantes magnitudes había quedado atorado entre la pared y la ardiente plancha de la estufa. Pero les quedó claro cuando, mientras ellos movían el estante de cocina para liberar al hombre, él le decía a su abuela que saliera a la calle a ver si ya venía el señor del pan. Este acontecimiento y los regaños de doña Amalia hicieron que Edgardo reflexionara en su futuro como cocinero de la lonchería, y no lo pensó más: saldría a la calle, a la vida en búsqueda de un trabajo mejor. Sin embargo, su ímpetu y emoción se fueron apagando a cada paso que daba. Si un microbus aceptaba el reto de hacerle la parada, lo siguiente era pasar a través de las estrechas puertecillas del vehículo. De las combis ni hablar. En el andén del Metro alcanzó a escuchar a unos fulanos que decían a sus espaldas agarremos al gordo como ariete. La calle fue otro tormento: señoras diciéndoles a sus hijos “mira, si no te portas bien, así te vas a quedar”, o parejitas que bromeando entre ellos se decían al señalarlo “síguele comiendo...”

Edgardo, por su vida sedentaria entre su casa y la lonchería, tenía poca experiencia en la calle, así que no entendía por qué la gente era tan cruel. Él nunca le había hecho mal a nadie. Es más, pensaba en todas esas veces que por la lonchería pasaba algún mendigo y le ofrecía algo de comer. Sólo tengo mala suerte, no toda la gente es así, se decía mientras sacaba migajas de la bolsa de pan y, unas se las ofrecía a las palomas de la plaza y otras a su paladar. 

Irónicamente, Edgardo se sentía disminuido. Aun así, sabía que tenía que hacer algo con su vida porque no todo eran tortas y películas ñoñas que veía con la abuela. Y pensó en el amor. 



Patricia era la hija del tortillero y era quien hacía las entregas para la lonchería. Edgardo no lo pensó más y por primera vez en su vida se armó de valor, dejó la concha que se estaba comiendo e invitó a la chica a salir. Pero... Haremos lo que tú quieras. Por favor, sólo di que sí.
Edgardo tenía unos buenos centavos ahorrados, así que no reparó en pagar los boletos de la sala vip del cine. Además de que esos amplios asientos iban perfecto con su tamaño. Mira, hasta nos podemos dormir. Nomás no vayas a roncar. Jajaja, eres muy chistoso. Fueron al zoológico, compraron un bote de helado, algodones de azúcar y hasta un frasquito para hacer burbujas de jabón. Todo había salido perfecto hasta que regresaron al barrio y de camino a la casa de Paty, los vagos de su cuadra lo echaron a perder. Híjole Paty, qué gacha. Vas a tener fiesta con piñatota y no invitas... Patricia no soportó la burla y echó a correr. Así las cosas para Edgardo y su amor de fin de semana.

Aunque él nunca se había enamorado, pensó que no era el final. Así que dejó el amor en paz y ahora probaría con sexo. ¿Sí? Hola, hablo por el anuncio. Muy bien, papito. El servicio es por una hora e incluye varias posiciones, un oral y desahogo. ¿Sería a domicilio o prefieres un hotel.  Doña Amalia iba los sábados a la Villa y tardaba horas, así que Edgardo había decidido que el encuentro fuera en su casa. Fuerte Deseo -así se autonombraba la chica- llegó a la casa de Edgardo y al verlo parado impaciente en la puerta, no pudo evitar decir Ay wey, me hubieran dicho que eran varios. Ahora por mentirosillo te cobraré por kilo... no es cierto, mi rey.  Edgardo le explico que era su primera vez y que no tenía idea de cómo ni por dónde. Fuerte Deseo analizó la situación con absoluto profesionalismo  y le dijo que lo mejor sería una mamada. Así, Edgardo se desparramó desnudo al pie de la cama y se dejó hacer. Después de dos minutos Fuerte Deseo apareció agitada y sudorosa de entre las carnes del hombre. No, papichulo, mejor ahí muere. Esto está peor que el crossfit.   

Y por si fuera poca cosa la falta de amor y sexo en la tediosa y pesada vida de Edgardo, la salud de la abuela terminó por deteriorarse. ¡Hijo, ven rápido! ¿Qué pasa, abuelita? Ay, tuve una pesadilla horrible. Soñé que el ropero se desempotraba del muro y me daba mi papilla. Ay, abue, era yo que le acabo de dar de comer. Pues será el sereno. Anda, ve a abrir la lonchería. Pero abuela, hace meses que cerramos. Edgardo, por sus diarios conflictos para entrar y salir de la lonchería, además de que él solo no podía con el negocio, decidió cerrar y rentar el local. Sin embargo, ese dinero no era suficiente ni para sus antojos ni para las medicinas de doña Amalia, así que de nuevo tendría que salir a la calle, a la vida y buscar trabajo.

—Ese galanazo, a dónde tan guapo —le dijo el Tibiri, uno de los tantos vividores de la cuadra y que en ese momento se estaba dedicando al espectáculo, como payasito de fiestas infantiles.  

—Ese man. Estoy buscando chamba. ¿Tú no sabes de algo?

—Uy, mano, cero. ¿Pero qué o qué?, ¿a poco ya te vas a casar con la Paty? Porque no te hagas, el otro día los vi ahí muy muy.

Edgardo no pudo evitar la emoción de que alguien lo viera acompañado de una chica, que le terminó contando la triste historia.

—¡A huevo!, ¡Ya lo tengo! Puedes trabar en mi chou como Boligoma, el hombre piñata.

—¿Cómo payasito? No sé, la verdad. Aunque el nombre me gusta y hacer reír a los niños ha de ser bien padre. ¡Va!

—Pues ya'stás, padrino. El próximo sábado es tu primer evento. El hijo de doña Elba, la ruca solterona de la cerrada, me contrató para darle la bienvenida a su hijito que acaba de salir del tutelar. Cómo ves.

Los siguientes días, juntos, pasaron confeccionando el traje de Boligoma, y el Tibiri, como sabía algo de trucos de magia, implementó en el traje varios artilugios de fantasía, sin explicarle bien a bien a Edgardo cuál sería su función.

—Mira, es fácil. Te voy a presentar como el Hombre Piñata, luego te cuelgo de este arnés para concreto y ya, tú te dejas hacer, ¿sí?

—¿Pero no me va a doler, verdad?

Así llegó el sábado y con él la emoción de ser un artista. ¡Mamá, mamá, mira un hipopótamo disfrazado!, ¡Oh, ¿es de verdaaad?, ¿lo puedo tocar?!  Los niños estaban emocionadísimos con Boligoma y él a su vez con la curiosidad de los niños. ¡Hoooola amiguitos!, ¡Cóóómo están!, ¿Se están divirtiendooo?, ¡Si es así, aguántense la risa porque hay máááás!... Y nuestro siguiente concurso es derriba de felicidad al Hombre piñata... Vas carnal, yo ahorita vengo. La ruca me está pidiendo que le baje el precio, pero la neta lo único que le voy a bajar son los calzones... 

El concurso consistía en darle de porrazos con unos bastones de hule espuma a la piñata y cuando un niño atinaba en el lugar preciso, del cuerpo de Boligoma salían disparados chorros de confetí, serpentinas o luces de bengala. La infernal e infantil marabunta no cabía de emoción. Todo era fiesta hasta que tocó el turno de Fabiansito, el niño festejado, el niño extutelado. Fabiansito era un chamaco de doce años malvividos en la violencia familiar. Había sido sentenciado a seis meses de encierro por haber violado a una compañerita y por casi matar a otro niño que había intentado defenderla. Durante su estancia en el tutelar de menores, Fabiansito había sufrido y soportado el acoso por parte de un obeso chico apodado el Bola. Así que la relación entre los nombres y las dimensiones no hicieron sino que el chamaco recordara los abusos y entonces diera rienda suelta a su odio. Tomó un bat de beisbol que algún asistente le había regalado ese mismo día, y se dejó ir con saña. 

Cuando el Tibiri regresó y levantó del suelo a Edgardo, le dijo que no era para tanto, que afortunadamente sus capas de grasa le habían hecho el paro. Le dio un billete de quinientos y le dijo que él le llamaba para el siguiente chou. 

Edgardo se cambió la ropa y maltrecho salió de ese infierno. Ya no puedo más, este no es mi mundo, se decía mientras caminaba por el barrio. Pensó en su abuelita, en la pesadez de su vida, en la crueldad de la gente, recordó como su existencia había avergonzado a Paty, su experiencia más cercana con el amor, y decidió rendirse. Entró a un lote baldío, se sentó entre la basura y comenzó a llorar. Aquí terminaré mis días, se dijo. Entre sus lamentos escuchó otros que no eran suyos. Buscó entre la podredumbre y porquería del lote baldío y encontró a varios perritos recién nacidos. Vio cómo, pese a estar solos en el mundo, hacían lo imposible por mantenerse vivos. Ese pensamiento diluyó toda su tristeza y resentimiento. Puso a los perritos dentro de una caja y retomó su camino.

—¿Mi Ed, lo mismo de siempre?

—Sí por favor. Nomás que ahora dame un platito con carne cruda, otro con tantita agua y una coca light. Digo, ya me tengo que empezar a cuidar porque ahora soy papá. 

  

8.29.2015

Simbolismo



Yo no soy un hombre de señales, pero sí lo soy de símbolos. Pongamos que mis axiomas no son sino preposiciones que parten de la estadística, el sentido común, la observación y la probabilidad. Sin embargo, humildemente acepto que no lo sé todo ni que tengo todos los datos sobre un hecho dado. Por ejemplo, hace unas noches llegué a mi casa y lo primero que hice fue textear un mensaje dirigido hacía una persona por la cual yo había estado preocupado todo el día. En mi casa, por elegancia, minimalismo y pobreza casi no hay nada: ni sala, estantes, horribles muebles de cocina, libreros, nada. Casi todas y las pocas cosas que tengo viven a ras de suelo, incluso yo cuando ahí pernocto. Y sí, así somos felices. Aclaro que los únicos objetos que rebasan los sesenta centímetros de altura son una mesa y yo cuando estoy de pie. Como sea, decía que llegué, escribí y envié un mensaje. Después me senté en la mesa y esperé. Mientras me dediqué a observar mi espacio: libros, hojas, cables, un plato, dibujos, dos plátanos, un pájaro… ¡Mierda!, ¡un pájaro! Revisé si algún vidrio de las ventanas estaba roto, pero nada. Lo mismo hice con la cerradura de la puerta y lo mismo: nada. Digo, en estos tiempos uno nunca sabe si los pájaros ya saben violar cerraduras… Entonces, casi siempre, y para que no apeste a humanidad, dejó abiertas las tres ventanas de mi casa y supongo que por ahí fue por donde entró el pequeño extranjero. Era uno de esos pájaros normales de ciudad, de ésos que son gris con café y que siempre andan por ahí. Lo vi y él me miró sin casi ningún interés y como de puro reojo. Parecía que estaba más entretenido mirando cómo pasaban los autos por la calle. Pensé en ofrecerle algo, pero supuse que el whisky no era parte de su dieta de pájaro. No yo estaba borracho ni drogado ni nada, aclaro. Sin embargo, me sentí nervioso y preocupado por él. La piedra me comenzó a girar y girar y girar con un sin fin de pensamientos que intentaban hacerme comprender: ¿Y si siempre ha estado ahí y nunca lo había visto?, ¿y si es Dios disfrazado?, ¿y si soy yo y él es mi mero reflejo?, ¿y si es “L” que ha reencarnado y me viene a dar la serenata que nunca me dio en vida?, ¿y qué tal que los pájaros han decidido invadir el mundo y apoderarse de él?, ¡¿y qué tal que es la muerte que por fin se ha dignado a visitar mi humilde morada y yo en estas fachas y pensado pendejadas?!… Ya no alcancé a formular la siguiente pregunta porque el teléfono sonó. Y no es que sea miedoso, pero el silencio abierto de dos en dos por un fuerte sonido de locomotora me hizo brincar y al pájaro volar. Se estrelló contra la ventana, luego contra el muro y cayó al piso junto a todas las otras cosas. Ya no sé veía tan estoico como al principio, estaba despeinado y me crean o no, logré ver miedo en su mirada. Para que no volara de nuevo y se hiciera más daño le arrojé un suéter encima. Ya no intentó volar. Así y con todo y el trapo lo puse en la ventana abierta por si tenía la intención de irse, pero nada, regresó a su posición contemplativa. No se veía muy bien, así que le dije que en mi casa estaba prohibida la muerte, que si quería se podía quedar a vivir para siempre, pero que eso no iba mucho con su naturaleza. Le quise dar su espacio, así que tomé el teléfono y me fui a mi recamara. Era ella quien había marcado, y en ese momento lo entendí todo: no más turbulencia al viaje. Apagué el teléfono y salí a ver cómo estaba mi nuevo inquilino, pero ya no estaba. Ahora tan sólo espero que siga por ahí dandole señales a otro.

5.05.2015

A las 00:00:00, soy tinta


Aburrido de comprender los significados de utilidad, 
de terrenalidad y posmodernidad 
decido obedecer a mi ego y modestia 
para quedarme en este lugar privado y atemporal.

La blancura
me rodea y asfixia. 
Soy tinta. 

10.02.2014

Creo en nada y dudo de todo

Yo no soy fan ni seguidor de nadie. A los dioses los mandé de vacaciones con el culo por delante. Los ídolos, por simples, me aburren. Las estrellas existen sólo de noche y sólo si me digno a verlas. Músicos, poetas, narradores y pintores, son mis payasos que guardo en libros ciegos, o sea desojados. Creo en el amor hasta a que duele, hasta que se acaba, a diferencia de la risa tan nata, que por natural, sé que también muere. No creo ni en mi sobra por hipócrita, por miedosa, por esconderse en cuanto llega su mamá, la noche, la oscuridad. Las palabras también me cagan así como aquellas señoras que dicen y entienden únicamente lo que les viene en gana. 


Y por eso me quedo acá, esperando a que el mundo termine de hacer, cantar, decir, de construir mierdas para nada. Y nomás les digo que allá, a donde todos vamos, no hay absolutamente nada. Vámonos haciendo a la idea, vayamos creyendo en eso. Yo digo que más nos vale.

8.29.2014

Una vez más, el fin mágico del amor

Lo primero que vi al despertar fueron tus calzones. Ésos que tanto me gustan y lo sabes, sí, los que decoran perfecto el pliegue que se forma entre tus piernas y tus nalgas. Sí, los negros con calaveritas de mirada profunda y que siempre están sonrientes. Luego miré tus muslos, grandes y redondos como de luchador; con esa grasa cubriendo músculos capaces de matar o mínimo dejar inconsciente de un solo rodillazo a una vaca cualquiera.

Es bonito despertar así, viendo todo eso. Pero también me da miedo. Pienso en lo probable: qué tal desmayas y caes sobre mi cara haciéndome morir asfixiado por un gran y hermoso culo; qué tal orinas o cagas y las sustancias primero me llenan de asco para luego hacerme morir de ahogo; qué tal sostienes con tus manos, que no logro mirar desde aquí, un machete, un cuchillo o un ramo de flores; qué tal… cualquier cosa es posible.

Tomo tus tobillos, uno con cada mano. Con un dedo juego con tu tobillopulsera de bolitas. ¿Bailamos?, pregunto. Pendejo, contestas. Bueno, piensa que hubiera sido peor si te pregunto cómo te llamas. Ya me voy, me dices. Que te vaya bien, te contesto. Me voy para siempre. Siempre es una palabra horrible, te digo. Estaba esperando que despertaras para decirte, pero veo que te da igual. Nunca me ha gustado ir en contra de los deseos de la gente y lo sabes: si se quieren quedar, que se queden; si se quieren ir, que me lleven. ¿Ves? tú y tus pendejadas. ¿Mis pendejadas? Yo no soy el que sale con sus amigos por horas a platicar de nada, a presumir la moda, a platicar de romances imaginarios con monosílabos y frases cortas, por cierto, ¿cómo lo hacen?, ¿han pensado que podrían inventar un nuevo idioma? Si no son reclamos, son críticas. Eres un pinche intolerante, amargado y pendejo.

Mientras ocurre aquello, Lassy, mi perrita mágica, nos mira desde su cama. Levanta la cabeza cuando ella habla y la baja cuando yo contesto. Entiende que las cosas andan mal y que pronto tendrá una nueva madre.

Al menos no soy yo quién usa calzones de muñequitos. Me contesta con un portazo. Cierro los ojos y me lavo la cara con tres lágrimas. Me saco un moco, lo veo, lo tomo entre el pulgar y el índice, y hago con él una bolita. Lassy, mi perrita mágica cree que la estoy llamando y se echa sobre mi pecho. Con una lamida me hace reír y le digo que pare. Ella, Lassy, mi perrita mágica me dice: ¿lo ves? no es tan malo. Vamos a estar bien. ¡No mames! ¡Hablas!

7.08.2014

Sueño submarino

Por mi nuevo club de lectura, tuve que salir a comprar un libro. Y la verdad no sé qué pasa conmigo y mi suerte pero siempre tengo la fortuna de abordar el mismo trolebús. Ése que siempre va repleto de costales de estiércol, de ántrax o composta. El contacto es inevitable así que simplemente me dejo llevar. Llego a mi destino y miro mi ropa sucia, contaminada de cuanta mierda existe. Me deshago de ella. Ya desnudo, tomo mi backpack y sigo mi camino. Cuando llego a la librería, el dependiente de paquetería me dice “señor, así no puede pasar”, le digo que es un ignorante, que, por si no lo sabe, mi abrigo invisible es el top de la moda en Europa. El dependiente asume su ignorancia con sonrojo y me entrega el ticket a cambio de mi mochila. Antes de entrar de lleno a la librería, me detengo al pie de la entrada y grito “A ver, hijosdelagranputa, no vengo a presumirles nada que no sea su estupidez. Y si tienen alguna duda, el pendejo de paquetería les ofrecerá todos los informes”. Entro. Lo primero que deslumbra mi corazón es una fogata sin prender, sí, una mesa con libros apilados de autoayuda. Pregunto en dónde están los pinches cerillos pero nadie me contesta. Groseros, pienso. Se acerca a mí una señorita con cara de conejo y peinado de libro abierto, ¿casualidad? lo dudo. Me pregunta qué necesito -pienso que no estoy dispuesto a buscar el libro en medio de todo ese caos y mucho menos de mostrarle los pelos de mi culo a medio mundo- decido darle el título de mi libro, da media vuelta mientras con una mano se retoca el libro y con la otra acaricia suavemente el sitio donde deberían de estar las nalgas. Miro al rededor y recuerdo por qué odio esos lugares tan espantosos: toda la gente asume una apariencia de ávido lector, fingiendo educación y modales de gente culta; parados delante de las estanterías, estorbando, apoyado todo su peso sobre un solo pie mientras que con el otro tararean la canción de Ray Conniff que suena de fondo; odio la brusquedad con que toman los libros, cómo primero leen la reseña de la contrapartoda para después ver fijamente y durante una eternidad los monitos de la portada. Odio cómo abren los libros justo por el centro, exactamente a la mitad con la intención de verle la cara al autor y pensar “¡ajá, mira, llegue al clímax así de rápido!”. Repito: los odio. La conejodependiente regresa y me entrega el libro. Me pregunta si necesito otra cosa, le digo que dos. La primera es que me indique dónde mierda está la salida, la segunda, que haga un tributo al género de fantasía y que, mágicamente, se esfume de mi vista. Pero el suplicio aún no termina. Llego a la caja y una señora con cara de hamburguesa me cuestiona, “¿encontró lo que buscaba?, ¿lo atendieron bien?, ¿podría llenar una encuesta sobre nuestro servicio?” y sin dudar le contesto: “sí, no y ni madres”, le doy una mordida y salgo lo más rápido que puedo. ¡Mierda, la mochila! Regreso por ella aún más enfurecido con el mundo mientras imagino con todas mis fuerzas que esa backpack está llena de bombas atómicas espolvoreadas con dinamita. Imagino cómo explotaría todo: libreros, mesitas, tripas y millones de hojas volando libres por los aires, como palomas de la paz que irían cagando palabras sobre las cabezas de todos los citadinos sobrevivientes a la hecatombe. Pero no, mi mochila sólo guarda dos plumas, un lápiz, mi cuaderno y un plátano ya medio pútrido. Parece que va a llover y decido guardar en la bolsa plástica de mi compra, el libro y mi cuaderno. Se ven lindos, como novios debajo de las cobijas, pienso. Salgo de la librería y me como la mitad buena del plátano, la otra la dejo en la banqueta para que algún perrito callejero o alguna ratita desnutrida tengan su dosis diaria de potasio. La cáscara la coloco estratégicamente en la entrada de la librería, con la intención de que algún comprabestsellers resbale con ella y muera. Vaya, parece que los diarios amarillístas tendrán chamba divertida, pienso y con vergüenza me río. Sigo mi camino y mi predicción del tiempo es precisa: llueve, y mucho. Mantengo mi paso con la intención que la lluvia enfríe algo de mi odio. Me siento mojado pero no del todo. A mi paso encuentro un parque con bancas hechas de piedra. Están tan mal hechas que por la lluvia se forman charcos en el lugar donde la gente posa las sentaderas. Pienso que el culo es lo único que falta por mojarme, y tomo asiento. Pero no es un charco, es un hoyo y la gravedad me jala al fondo. Es oscuro, frío y amplio. Insisto: no es un charco, es el fondo del océano. Mi tristeza no me deja ver y a mí no me importa. Busco un lugar entre la arena, hago con mi mochila una almohada, me recuesto, cruzo las piernas y prendo un cigarro. Mientras lloro, aspiro mis mocos y fumo -así, en ese orden- una piedra marina golpea mi pie, otra más me da en la mano, una en la cabeza, en el pito, cientos de granitos de arena alborotados tapan mis lagrimales. Como puedo me levanto y busco a mi enemigo. Es una corriente submarina que viene destruyendo todo a su paso. Justo cuando pasa unos de sus brazos frente a mí, la tomo, le hago una llave china, una patada, dos voladoras y un cabezazo. Mantengo mis manos sobre su cuello y le grito “¡qué mierda te pasa!, ¡crees que puedes hacer tu desmadre así como así!, ¡consideración, con una chingada!, ¡no estás sola en este puto mundo!, le digo. Ella, sin saber lo que pasaba, entiende y me ofrece una disculpa, “perdón, señor, no sabía que alguien andaba por aquí sufriendo”. Está bien, señora, yo también tuve la culpa porque no lloré lo suficientemente fuerte para avisar de mi presencia. La turbulencia recoge sus piedras, su arena, su bancos de peces muertos, y se va muy apenada. Regreso a mi postura y lloro, aspiro y fumo. No voy ni en el tercer lamento cuando algo pasa muy rápido frente a mis ojos. ¿Una bala perdida, un torpedo enemigo? No sé, pienso que, según yo, aún no tengo enemigos en el fondo del océano, pero uno nunca sabe. El proyectil regresa pero ahora más lento. Viene directo a mí. ¡Y sí! no es un proyectil, es una tortuga. Es blanca, con el cabello largo, quebrado y negro, tiene las tetas firmes y sus ojos son verde tortuga. Se para frente a mí, me abraza con sus aletas, recarga su cabeza en mi hombro y me dice “hola, querido”. Le doy un beso chiquito en su boca de tortuga y ella me dice que la siga hacia la superficie. Y la gente no sabe, pero cuando uno está en el fondo, la superficie es el cielo.

Despierto y lo primero que hago es cerciorarme de que no estoy muerto; me tiro un pedo, prendo un cigarro y veo el foco ahorrador al centro de la habitación: ¡ahuevo, esos focos no existen en el infierno!

Me siento a la mesa y escribo: “Querida Ángel-tortuga, ¡anoche soñé contigo!

6.12.2014

Ver sin vivir






Erase una vez una pequeña niña que no tenía cabeza, sin embargo siempre se arreglaba muy bonito, se peinaba muy bonito, cepillaba cada uno de sus rizos.

Lo que más le preocupaba eran sus ojos, los sentía muy tristes, siempre húmedos. Las lágrimas quemaban sus mejillas y cuando una lágrima caía sobre su vestido, dejaba una manchita roja, era sangre.

Un día mientras ayudaba a su abuelita le pregunto: ¿oye abuelita por qué mis ojos lloran sin cesar? Entre suspiros la abuela le contesto:

¡Hay hija! ¿Sabes en dónde esta tu cabecita? Está en ese mundo triste y lleno de horror. Frente a su mirada pasan los más horribles crímenes e injusticias y es por eso que tu corazón sufre y tus ojitos lloran con lo que ven día tras día, el mundo de los hombres, la realidad.

Densen cuentro


Estaba allí, como en la primavera, esperando a la primer mosca que quisiera probar esa mierda amarga pero nutritiva... paciente, en silencio. Olvidado por la divina casualidad y causalidad del entorno abrupto. Experiencias únicas primero, abrazo de identidad después, como esa mentada que todos en algún momento, necesitamos.

Sin más, los dejo con las palabras de alguien que no conozco, pero que me gustaría decirle de cosas.


Arte y confusión


Ante cualquier reproche se puede escuchar: "así es mi estilo". El estilo como producto de limitaciones, no de los alcances. Limitaciones conceptuales y formales: no hay ideas, no hay oficio. No hay nada que decir y, así, el arte se convierte en un objeto sin objeto. ¿No dice Burckardt que quizá haya hoy en algún lugar grandes hombres para cosas que no existen? La sinrazón; algo muy lejano en todo caso a la idea surrealista de que la razón debe ser subversiva o no ser razón. El facilismo, todo es todo, nada es nada y, con ello, una suerte de neutralización y de burocratización del arte que, en ese momento, deja de ser vivo. El arte sólo es vivo si es insurrecto y, así, "es fuente permanente de perturbación -como dice Herbert Read-. Es revolucionario por esencia. Ein Rüttler, quien trastorna el orden establecido". Pero insurrección, originalidad, revolución, aportación, irreverencia, en todo caso, no equivalen a mafufadas o mamadas.

Todo pasa: arte, crítiica de arte, mercado del arte, pintura de género, diseño y educación artística en la sociedad de consumo. Omar Gasca. Universidad Veracruzana. 2008

2.21.2014

Hordas cumpleañeras

—¡Ni madres!

—¡Pero…!

—¡Que no, con una chingada!

—¡Puedo hacer lo que sea, ándale!

—¿No leíste bien la invitación?

—Sí, pero ya te dije que a mi papá le retrasaron su quincena y…

—Decía bien clarito y con unas letrotras del tamaño de tu cabezota: “SIN REGALO MEJOR NI VENGAS. GRACIAS”.

—Sí ya sé, pero puedo hacer los mandados o lo que tú quieras. Además mi mamá se quedó hasta tarde remendando mi disfraz. Ándale, no seas malito.

—Mmmm, está bien, Sebastián, te voy a dejar pasar con la condición de que le ayudes al Chino a terminar las piñatas que aún faltan por decorar. ¡Ah! Y con ese disfraz de perro serás la mascota de mi ejército, porque la invitación también decía “DISFRAZADO DE GUERRERO PREHISTÓRICO”, pero bueno…

Era la fiesta de cumpleaños número nueve de Jiu. En ese último año, el negocio de pollos rostizados y caducos del Vitola, el padre de Jiu, iba viento en popa, tanto que había decidido matar dos pájaros de un solo tiro: organizar una fiesta de disfraces para su hijo en el local de la nueva y putrefacta rosticería. 
Los invitados eran los niños de la cuadra, los compañeritos de la escuela y los hijos de algunos funcionarios de baja categoría de la Secretaría de Salubridad. El plan de Jiu era que los dejaran solos –a sus amiguitos y a él– durante toda la mañana y tarde para que hicieran lo que se les antojara en el nuevo local porque total, después de la fiesta todo sería remodelado. Como era sábado y el Vitola ya tenía varios días festejando su incursión al mundo de los negocios, todo le daba igual y acepto sin chistar la petición de su hijo. Ya estaba más que borracho.

—Y como rey de estas tierras salvajes les ordeno que destruyan absolutamente todo— pronunció Jiu desde arriba de un lavabo reseco, a su horda de pequeños salvajes.

—Pero nos van a regañar— dijo uno de los niños que estaba como trance mientras que con su pequeño dedo metía y sacaba un chicle de la boca.

—¿Y tú quién mierda eres, quién te invitó?— preguntó Jiu al grado de la cólera.

—Me llamo Miguelito y vivo en la cerrada, tu papá invitó a mi familia dizque porque iba a haber comida gratis. 

—¡Ah! O sea que además de no cumplir con la regla del disfraz, tú y tu familia vinieron nomás a gorrear y no a rendirme tributo— le dijo Jiu con tono retador al niño disfrazado de Pablo Mármol, el picapiedra. 

—Yo no sé qué es eso de gorrear. Yo vine…

—¡Hola, soldados!— interrumpió con una reverencia, Eloy, el niño recién llegado y disfrazado de caballero de la mesa redonda. 
Eloy era el niño rico de la cuadra. Las viejas chismosas de la colonia decían que su padre tenía negocios muy turbios con el gobierno y que gracias a él y sus conectes, la delegación había instalado el alumbrado público, asfaltado las calles y construido la nueva lechería popular. A ciencia cierta nadie sabía si su padre era un hombre poderoso. Lo cierto es que el disfraz de Eloy en verdad se veía muy bonito y costoso; tenía una capa larga y roja de terciopelo y grabados fieros leones en cada costado del casco, el resto de la armadura era latón pulido que reflejaba la luz del sol del medio día provocándoles ceguera a los niños que se mantenían con la boca abierta y casi babeando ante tan fino guerrero. 

—¡Ay buey, qué padre está tu armadura!— exclamó el niño gorrón casi tragándose el chicle.

—¡Chino, mira, un guerrero de verdad!— gritó el niño sin regalo mientras botaba las tijeras, el engrudo, el papel de china y la piñata que estaba terminando de decorar.
En segundos diez niños estaban alrededor del caballero, admirando la fina armadura. Todos menos Jiu.

—¡A ver, hijos de la chingada!, esta es mi fiesta y es mí a quien tienen que adorar y no al güerito este disfrazado de olla express— le gritó Jiu a la horda de babosos desde su trono con forma de pileta. 

—¡Ah! Así que tú eres el festejado. Dime, noble campesino, ¿por qué todo tu pueblo está vestido con harapos?— dijo Eloy abriéndose camino entre los niños y limpiando su brillante escudo.

—¡¿Campesino?!... campesino la más puta de tu casa, pendejo. Y no sé quién seas, pero veo que eres la sensación entre esta bola de animales— dijo Jiu casi entre dientes y apretando con ambas manos su mazo de jefe guerrero prehistórico. 

—Tranquilízate, buen hombre. Soy Eloy y vivo en frente y, las noticias de la corte dicen que tu papá le ha solicitado ayuda a mi padre para que su negocio funcione bien. Así que nos invitó a tu fiesta, la cual aprovecharé para echar un ojo a mi reino.

—Uy ya viste cómo habla, segurito va a una escuela de paga— se cuchichearon el niño pobre y el gorrón del chicle ya en ese momento sin nada de sabor.
—Ay, no mames— suspiró Jiu para luego tomar aire— mira, Eloy, caballero de la mesa cagada, ni yo soy un buen hombre, un pendejo campesino y mucho menos este es tu reino, es mí-ooo— dijo Jiu a pocos centímetros del rostro de Eloy.

—No mames se van a madrear— otra vez los niños metiches y muy entretenidos.

—Jajaja, hablas muy gracioso, por eso me gusta salir y convivir con la gente del pueblo. ¿Sabes? He leído muchos libros de historias de guerra, de caballeros, de cómo ser un excelente rey, tácticas de defensa, de…

—¡A la verga!— gritó Jiu con todas sus fuerzas para respaldar el potente mazazo que le asestó a Eloy, el brillante caballero.
Los niños-harapo-divertidos abrieron ojos y boca a su máximo mientras Eloy caía primero de rodillas, para después terminar recostado y sin sentido sobre el suelo. ¡Bravo!, ¡eh, eh, eh! Fue el grito de la infantil horda festejando a su señor. De entre ellos sobresalió un grito: —¡no mames, ya lo mataste—le gritó el niño-no regalo a Jiu.

—Y escuchen bien, esta es mi fiesta y todos harán lo que yo quiera o ese será su fin. ¡¿Entendieron, tarados?!— dijo Jiu con un pie encima de su oponente derribado, para después inclinarse sobre él y escuchar si aún respiraba —no está muerto, es un marica y sólo perdió el conocimiento. A ver, Sebas, trae papel de china, periódico y el engrudo. Ustedes, babosos, ayúdenle— les ordenó Jiu.
Así, la turba de niños, primero guerreros, ahora artesanos de la piñata, comenzaron rápidamente a desvestir al caballero de su brillante armadura para después empapelarlo con periódicos, papel de china y engrudo. Hasta el mecate para colgarlo le pasaron por los brazos y piernas.

—Jiu, ¿también le ponemos en la cabeza?— preguntó Sebastián intrigado más por el poco sabor de su chicle. 

—Mmmm, sí, pero primero ponle unos popotes en la nariz para que pueda respirar— contestó Jiu pensativo sobre si era buena idea lo del niño-piñata.

—¿Y de qué le hacemos la cabeza, de perro, pájaro o gato?— otra vez Sebastián.

—Qué te parece si se la pones de tu putamadre, no sé, de lo que quieran…
En menos de una hora los niños ya había terminado de empiñatar a Eloy, quien poco a poco regresaba a la vida, pero no entendía lo qué estaba pasando. Tanto papel, tanto engrudo y el pasar del tiempo hicieron que para Eloy, el ahora caballero piñata, le fuese imposible moverse, ni siquiera podía hablar, ni ver, ni nada, lo único que se escuchaban eran unos fuertes quejidos. Para la horda de salvajitos todo era risas, gelatinas, gomitas y diversión. 
El tiempo pasaba y seguían llegando invitados, chicos y grandes. Llegó la música y con ella la bebida para los adultos. Cantaron las mañanitas, felicitaron al Vitola por la nueva rosticería y Jiu abrió absolutamente todos los regalos. Comenzó el baile mientras la tarde y los borrachos inundaban el ambiente.

—¿Y a qué ni saben quién de la cuadra tiene una pistola?— Miguelito, ya con chicle nuevo, cuestionaba a la turba de salvajes.

—No mames, sea quien sea que tenga una pistola le ordeno que en este momento me la enseñe— ordenó Jiu muy interesado.

—No Jiu, la fusca no la tiene nadie de aquí, la tienen los pelones que viven al fondo del callejón. Mi jefa dice que es gente mala porque venden medicinas muy peligrosas que hacen que te quedes loco. Pero a mí me caen bien.

—Pues yo digo que tu mamá es una vieja chismosa y que no hay que creerle nada. Hagamos una expedición por nuevas tierras y busquemos a esos pelones para que nos presten tantito su fusca. ¡Arre!
Así se organizo la horda y salió del local hacia la calle en busca de nuevas aventuras. Mientras, en la fiesta, todos, señoras, señores y uno que otro jovencito ya estaban borrachos. Bailaban, cantaban y comían pastel. También para ellos todo era diversión.

—A ver, a ver, a ver, que doña Licha le muerda al pastel.

—¡Sí, pero que primero se limpie las babas, vieja puerca!

—Puerca su chingadamadre, yo soy una dama, pinches putos.

—Voy voy, pinche Licha y dama o no, dale unas mordiditas a mi pastelote, jajajajaja.

—No, ya sé. Mejor hay que romper una piñata total, sepa la chingada dónde andan los chamacos.

—Órale, a eso sí le entro.

—Pinche Licha, nomás te dicen que agarres el palo y ahí vas…

—Dale dale, no pierdas el tino porque si lo pierdes…

—¡Ayyyyy!