11.01.2016

Vivos




Me cayó pésimo cuando lo conocí; siempre cargaba con una libreta o con un cuaderno donde hacía todo tipo de cálculos mamones. De igual forma cargaba con un libro también siempre diferente. Sus lapiceros, gises y escuadras de maestro se me hacían pura faramalla. Yo siempre le rogaba a los dioses no tener que trabajar con él, porque hasta su voz grave me exasperaba. Sin embargo, el destino nos puso de frente y entre nosotros unos tragos de «stolych», su preferido. Libros, autores, películas y aventuras de su juventud, enmarcaron nuestras noches locas y borrachas que por lo regular terminaban con un paseo en su carro por donde las prostitutas hacían su nido; se detenía frente a ellas y les preguntaba cómo es que les iba la noche. Ellas, por el trato amable, se acercaban al auto sin reparo y bromeaban con nosotros. Una vez una chica le quiso agarrar el pito y él, apenado, se disculpó usando una de sus frases favoritas: «¡Uy no, mamacita!, es que lo dejé en el otro pantalón…» Me enseñó muchas cosas y lo acabé creyendo como un hombre de criterio muy amplio e inteligente. Así, cuando mi esposa de aquel entonces me agarró con las manos en un culo ajeno, yo me sentí muy mal. No podía con el remordimiento ni con la culpa, le conté cómo me sentía, buscando algo de apoyo, pero él se encargó de hacerme aún más mierda. Me regañó fuertísimo, me dijo que eso no se hacía y que ojalá y nunca olvidara cómo me sentía para que eso me detuviera la siguiente vez que se me ocurriera salir con alguna de mis pendejadas. Y sí, no lo he olvidado. Gracias, Gerardo. 


*


A «L» le prometí varias cosas. La primera y más importante fue que jamás escribiría su nombre completo si el escrito no iba dirigido a ella. Ya saben, los lingüistas y sus cosas lingüistas. El segundo asunto que me hizo prometerle fue que siempre tengo que imaginar que ella viene en todos y en cada uno de esos aviones que cruzan el cielo de este mugrero. Por eso mismo, ahora que no está y con todas las ganas de no caer en el cliché barato, me gusta ver las nubes e imaginar que prefirió ya no llegar y quedarse ahí, suspendida dentro de un paréntesis eterno, diciéndome de cosas y burlándose de mi existencia, diciéndome que no me confíe de mi naturaleza de «lucky bastard» y que nunca deje de practicar el malabarismo ni la piromanía, si es que voy insistir en eso de saltar siempre del sartén al fuego. La tercera promesa nos la hicimos ambos, pero ella no cumplió y está bien, o sea, la quise tanto que le perdono su desfachatez. De verdad. La promesa fue que nunca moriríamos. Aunque admito que a veces extraño su inteligencia, su honestidad, sus trucos para quitarse el frío, sus erres arrastradas, sus caricias, su risa de loca, pero sobre todo los latidos de su corazón… Y ya, porque no quiero que me vea chillar, otra vez.

No hay comentarios:

Publicar un comentario