9.13.2016



Ni siquiera tuve tiempo para cambiarme, así que metí mis cuchillos nuevos y el mandil a la mochila. Le agradecí a don Alfonso el permiso de dejarme salir temprano y tomé el primer taxi que pasó. Cuando llegué al hospital la crisis ya había pasado.

—Fue otro ataque de ansiedad que por suerte no pasó a mayores— Me dijo mi hermana.

—Ya, qué bueno. Pero insisto en que hay que hacer algo. Yo, aunque quiero mucho a mi mamá, no me puedo estar saliendo así como así de la carnicería. Don Alfonso se va a cansar de mis salidas y en una de ésas me corre— le dije preocupado a mi hermana.

—Sí ya sé que por nosotras te estás llevando una chinga, Fernando, pero no seas gacho, mi mamá siempre ha visto por ti y es momento de que le regreses algo de tanto.

—Lo sé, carnala. Ustedes siempre han sido bien leña conmigo y te prometo que siempre haré lo que pueda.

—Te creo, Fer. Y pues ya vete a la casa, yo me llevo a mi mamá. Acuérdate que mañana tienes que estar en el rastro a las tres de la mañana y ya te ves bien tronado.

Esa día ya era algo tarde y todavía tenía que caminar durante veinte minutos hasta el metro, hacer tres transbordos y al final tomar un camión. Y, aunque trabajar en la carnicería me había dado una correosa musculatura, iba un poco nervioso porque traía los cuchillos nuevos que acababa de comprar y tenía miedo de que me asaltaran. Era un miedo comprensible, los cuchillos eran de acero alemán y me habían costado casi dos meses de sueldo.

Para mi fortuna, ese día el metro iba bastante cómodo tanto que me tocó asiento y a cada estación se iba quedando más y más vacío haciendo el ambiente más respirable. Tres estaciones antes de que me bajara, abordaron mi vagón tres policías. Se veían sudorosos, cansados y los tres, probablemente de tanto sol o de tanta mota, tenían los ojos muy rojos. Se sentaron frente a mí y extendieron cómodamente sus piernas. Primero parecía que cada uno iba ensimismado en sus asuntos. Miraban la publicidad del vagón, revisaban su celular, bostezaban profundamente, echaban un ojo a los demás y ya pocos pasajeros, hasta que los ojos de uno se toparon con los míos.

—Tons qué, pareja. ¿Se arma el ranchito o le pegan agruras?— Le dijo el poli 1 al poli 2 mientras ambos me miraban.

—Ñaaaaaa 23… A mí nadie me pega. Usté’ ponga su 14 y yo le doy frío— contestó el poli 2.

—Tssssss ya’stá, padrino. ¿Y a usté’ ni le pregunto, ve’a, parejita?— le preguntó el poli 1 al poli 3.

—Cht cht chttt afirmativo. ¿Pero qué o qué?, un bucanitas, ¿no?— contestó el poli 3.

—Símondoooor. Nomás que entonces hay que hacer la vaquita, ¿no?, ¿cómo ven si le pedimos al joven que nos coopere?

En ese momento los rostros gorilosos de los tres polis voltearon al unísono hacía mí. Pensé en cuánto dinero traía: no era mucho, en más, sólo traía los diez pesos para mi último camión…

Sentí un miedo sumamente extraño. Un miedo que nunca había sentido. No sé, si lo imagino, creo que justo así ha de ser la sensación de estar frente a la muerte. También me pregunté si ese miedo es el que han experimentado las mujeres cuando las acosan o peor aún, cuando las violan. Imaginé todo lo posible. Sin embargo, ese terror que sentía no era por sufrir algún daño físico; imaginé que esos servidores públicos fácilmente me podrían incriminar por cualquier delito. Imaginé a mi madre, enferma, pendiente de los días de visita en el reclusorio llevándome en cada visita sus platillos preparados con amor. A mi hermana pasando las vejaciones de custodios, presos y lenchas del penal, sólo para decirme que no me preocupara, que ella cuidaría bien a mi madre. Me imaginé saliendo de mi reclusión después de veinte años o algo así, con la cara marcada y llena de cicatrices producto de las muchas peleas. Me vi perfectamente visitando por primera vez la tumba de mi madre, llorándole, pidiéndole perdón a su lápida gris y ya cuarteada por el tiempo y el olvido… Madre: gracias por todo. Tú y mi hermana fueron las únicas que creyeron en mi inocencia… ¡No!, ¡ni madres!, ¡estos pendejos no arruinarán mi vida! Así que rápidamente me levanté de mi asiento. Saqué el cuchillo cebollero de mi mochila y con un solo y rapidísimo movimiento en línea horizontal corté profundamente los tres malhechores rostros. Inmediatamente ellos, entre desgarradores gritos, llevaron sus manos a donde brotaba a borbotones la sangre. Eso me dio tiempo para sacar el cuchillo más pesado, el que se usa para romper huesos y espinazos, y les corté las manos. Con otra herramienta les saqué los ojos y les corté la lengua. Por último saqué la chaira y les di varios picotazos en sus lampiños pechos. Yo estaba enloquecido, pero feliz por al fin cumplir mi adelantada venganza. Al fondo del vagón había una pareja de señores que miraban la escena con la boca abierta y agarrados con todas sus fuerzas del barandal. Les dije que no temieran, que estos hijos de puta habían querido arruinar mi vida y que todo lo había hecho en defensa propia, así como lo haría cualquier hombre. Sin embargo, sabía que para el mundo es muy difícil entender las venganzas ajenas, así que saqué mi mandil de la mochila y me lo puse. Eso hacía que la sangre que manchaba mi ropa y mis botas pareciera más natural, más propia de mi humilde oficio.

Cuando llegué a mi casa, mi madre y mi hermana ya estaban ahí. Me preguntaron por qué había tardado tanto, que ya estaban preocupadas. Yo les contesté que no tenían nada de qué preocuparse, que yo haría lo que fuera para estar siempre con ellas. Mi madre suspiró contenta y le agradeció a dios por tener un hijo tan bueno.

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