9.23.2015

Razones de peso

Su trágica historia estuvo marcada desde los primeros meses de su gestación, ya que, durante el embarazo, la madre de Edgardo tuvo que soportar comentarios como Ay, cuando nazcan los elefantitos me regalas uno, le decían algunas personas. Sin embargo, esas mismas personas que habían hecho mofa del inmenso vientre de la madre de Edgardo, estaban muertas de pena y vergüenza cuando se enteraron de que los cinco kilos que pesó el niño habían sido un enorme problema en la labor de parto, y habían terminado con la muerte de la madre.  

El padre de Edgardo era un tortero nativo de Guadalajara, y en un viaje que hizo a la capital en búsqueda de nuevos proveedores, conoció a Manuela, la madre de Edgardo. Ella era cajera en una tienda de abarrotes de la Central de Abastos. Manuela estaba embelesada con el porte provinciano y gallardía de aquel cliente, pero especialmente con la forma en que llevaba las patillas, algo así como de héroe patrio, mismas que había heredado Edgardo. Salieron un viernes. Fueron al cine, cenaron y terminaron haciendo el amor dentro de la camioneta con placas foráneas. Y eso fue todo, Manuela nunca volvió a saber de él. 

—Ay, mi’jo, tan no sabemos nada de tu padre, que ni siquiera podemos decir que es un perfecto hijo de la chingada —le decía doña Amalia, la abuela y tutora responsable de Edgardo, cada vez que éste le preguntaba por su parentela.


Doña Amalia tenía cincuenta años cuando murió su hija y pese a su edad y sus escasos recursos económicos, decidió adoptar a Edgardo como si fuera su propio hijo. Sin embargo, las buenas intenciones de la vieja no fueron suficientes para criar a un niño de semejantes magnitudes y antojos. El niño come durante la clase, El niño le roba el lonche a sus compañeros, Lo encontramos sentado en el escusado del baño comiéndose una torta, El niño no entra a la clase de educación física, El niño se metió a robar a la cooperativa, necesitamos que se presente en la Dirección… No había semana en que doña Amalia recibiera un reporte de Edgardo y su estrecha relación con la comida. Pero, ¿qué les pasa a estos maestros?, ¿qué no saben que un niño tiene que comer? Tú no te preocupes, mi’jo, te sacaré de esa escuela y trabajarás conmigo en la lonchería. 


Flautas, tortas ahogadas, pambazos y aguas de frutas tropicales en lugar de insípidos libros, fueron el paraíso para Edgardo. No necesitaba más. Tenía el cariño de su abuelita, comida en abundancia y al final de la semana, la venta de calóricos le dejaba unos cuantos pesos para ir al cine o salir por ahí a pasear. 

Doña Amalia, cuando aún tenía lucidez, fue la primera en advertir que el tamaño de Edgardito ya se estaba pasando de lo normal. Ay hijo, mejor tómate una coca light; ¿por qué no les preguntas a esos muchachos dónde juegan y un día te vas con ellos?; ¡Edgardo, ponle más lechuga a esa torta! Era la forma en que su abuelita intentó cuidar la ya desfigurada línea del muchacho. Pero él, como cualquier joven rebelde, hizo caso omiso a los, a veces regaños, a veces consejos. Mientras preparaba la torta de un comensal, picaba por aquí y por allá. El señor que vendía pan en bicicleta sabía que la lonchería era una parada que no podía dejar pasar. Diario, después de cenar, Edgardo se llevaba a la cama un tamal, una caja de galletas o alguna otra golosina que pudiera mitigar el hambre de las madrugadas. 

Y así pasaron los años. Por un lado, la energía y vitalidad de doña Amalia habían desaparecido dejando en su lugar un deterioro físico y mental. Mientras que por otro, los kilos y el volumen de Edgardito -así le decía de cariño su abuelita- habían aumentado exponencialmente al grado de que un día, sufrió una fuerte quemadura en la panza. Sí. El equipo de rescate no entendía cómo un hombre de semejantes magnitudes había quedado atorado entre la pared y la ardiente plancha de la estufa. Pero les quedó claro cuando, mientras ellos movían el estante de cocina para liberar al hombre, él le decía a su abuela que saliera a la calle a ver si ya venía el señor del pan. Este acontecimiento y los regaños de doña Amalia hicieron que Edgardo reflexionara en su futuro como cocinero de la lonchería, y no lo pensó más: saldría a la calle, a la vida en búsqueda de un trabajo mejor. Sin embargo, su ímpetu y emoción se fueron apagando a cada paso que daba. Si un microbus aceptaba el reto de hacerle la parada, lo siguiente era pasar a través de las estrechas puertecillas del vehículo. De las combis ni hablar. En el andén del Metro alcanzó a escuchar a unos fulanos que decían a sus espaldas agarremos al gordo como ariete. La calle fue otro tormento: señoras diciéndoles a sus hijos “mira, si no te portas bien, así te vas a quedar”, o parejitas que bromeando entre ellos se decían al señalarlo “síguele comiendo...”

Edgardo, por su vida sedentaria entre su casa y la lonchería, tenía poca experiencia en la calle, así que no entendía por qué la gente era tan cruel. Él nunca le había hecho mal a nadie. Es más, pensaba en todas esas veces que por la lonchería pasaba algún mendigo y le ofrecía algo de comer. Sólo tengo mala suerte, no toda la gente es así, se decía mientras sacaba migajas de la bolsa de pan y, unas se las ofrecía a las palomas de la plaza y otras a su paladar. 

Irónicamente, Edgardo se sentía disminuido. Aun así, sabía que tenía que hacer algo con su vida porque no todo eran tortas y películas ñoñas que veía con la abuela. Y pensó en el amor. 



Patricia era la hija del tortillero y era quien hacía las entregas para la lonchería. Edgardo no lo pensó más y por primera vez en su vida se armó de valor, dejó la concha que se estaba comiendo e invitó a la chica a salir. Pero... Haremos lo que tú quieras. Por favor, sólo di que sí.
Edgardo tenía unos buenos centavos ahorrados, así que no reparó en pagar los boletos de la sala vip del cine. Además de que esos amplios asientos iban perfecto con su tamaño. Mira, hasta nos podemos dormir. Nomás no vayas a roncar. Jajaja, eres muy chistoso. Fueron al zoológico, compraron un bote de helado, algodones de azúcar y hasta un frasquito para hacer burbujas de jabón. Todo había salido perfecto hasta que regresaron al barrio y de camino a la casa de Paty, los vagos de su cuadra lo echaron a perder. Híjole Paty, qué gacha. Vas a tener fiesta con piñatota y no invitas... Patricia no soportó la burla y echó a correr. Así las cosas para Edgardo y su amor de fin de semana.

Aunque él nunca se había enamorado, pensó que no era el final. Así que dejó el amor en paz y ahora probaría con sexo. ¿Sí? Hola, hablo por el anuncio. Muy bien, papito. El servicio es por una hora e incluye varias posiciones, un oral y desahogo. ¿Sería a domicilio o prefieres un hotel.  Doña Amalia iba los sábados a la Villa y tardaba horas, así que Edgardo había decidido que el encuentro fuera en su casa. Fuerte Deseo -así se autonombraba la chica- llegó a la casa de Edgardo y al verlo parado impaciente en la puerta, no pudo evitar decir Ay wey, me hubieran dicho que eran varios. Ahora por mentirosillo te cobraré por kilo... no es cierto, mi rey.  Edgardo le explico que era su primera vez y que no tenía idea de cómo ni por dónde. Fuerte Deseo analizó la situación con absoluto profesionalismo  y le dijo que lo mejor sería una mamada. Así, Edgardo se desparramó desnudo al pie de la cama y se dejó hacer. Después de dos minutos Fuerte Deseo apareció agitada y sudorosa de entre las carnes del hombre. No, papichulo, mejor ahí muere. Esto está peor que el crossfit.   

Y por si fuera poca cosa la falta de amor y sexo en la tediosa y pesada vida de Edgardo, la salud de la abuela terminó por deteriorarse. ¡Hijo, ven rápido! ¿Qué pasa, abuelita? Ay, tuve una pesadilla horrible. Soñé que el ropero se desempotraba del muro y me daba mi papilla. Ay, abue, era yo que le acabo de dar de comer. Pues será el sereno. Anda, ve a abrir la lonchería. Pero abuela, hace meses que cerramos. Edgardo, por sus diarios conflictos para entrar y salir de la lonchería, además de que él solo no podía con el negocio, decidió cerrar y rentar el local. Sin embargo, ese dinero no era suficiente ni para sus antojos ni para las medicinas de doña Amalia, así que de nuevo tendría que salir a la calle, a la vida y buscar trabajo.

—Ese galanazo, a dónde tan guapo —le dijo el Tibiri, uno de los tantos vividores de la cuadra y que en ese momento se estaba dedicando al espectáculo, como payasito de fiestas infantiles.  

—Ese man. Estoy buscando chamba. ¿Tú no sabes de algo?

—Uy, mano, cero. ¿Pero qué o qué?, ¿a poco ya te vas a casar con la Paty? Porque no te hagas, el otro día los vi ahí muy muy.

Edgardo no pudo evitar la emoción de que alguien lo viera acompañado de una chica, que le terminó contando la triste historia.

—¡A huevo!, ¡Ya lo tengo! Puedes trabar en mi chou como Boligoma, el hombre piñata.

—¿Cómo payasito? No sé, la verdad. Aunque el nombre me gusta y hacer reír a los niños ha de ser bien padre. ¡Va!

—Pues ya'stás, padrino. El próximo sábado es tu primer evento. El hijo de doña Elba, la ruca solterona de la cerrada, me contrató para darle la bienvenida a su hijito que acaba de salir del tutelar. Cómo ves.

Los siguientes días, juntos, pasaron confeccionando el traje de Boligoma, y el Tibiri, como sabía algo de trucos de magia, implementó en el traje varios artilugios de fantasía, sin explicarle bien a bien a Edgardo cuál sería su función.

—Mira, es fácil. Te voy a presentar como el Hombre Piñata, luego te cuelgo de este arnés para concreto y ya, tú te dejas hacer, ¿sí?

—¿Pero no me va a doler, verdad?

Así llegó el sábado y con él la emoción de ser un artista. ¡Mamá, mamá, mira un hipopótamo disfrazado!, ¡Oh, ¿es de verdaaad?, ¿lo puedo tocar?!  Los niños estaban emocionadísimos con Boligoma y él a su vez con la curiosidad de los niños. ¡Hoooola amiguitos!, ¡Cóóómo están!, ¿Se están divirtiendooo?, ¡Si es así, aguántense la risa porque hay máááás!... Y nuestro siguiente concurso es derriba de felicidad al Hombre piñata... Vas carnal, yo ahorita vengo. La ruca me está pidiendo que le baje el precio, pero la neta lo único que le voy a bajar son los calzones... 

El concurso consistía en darle de porrazos con unos bastones de hule espuma a la piñata y cuando un niño atinaba en el lugar preciso, del cuerpo de Boligoma salían disparados chorros de confetí, serpentinas o luces de bengala. La infernal e infantil marabunta no cabía de emoción. Todo era fiesta hasta que tocó el turno de Fabiansito, el niño festejado, el niño extutelado. Fabiansito era un chamaco de doce años malvividos en la violencia familiar. Había sido sentenciado a seis meses de encierro por haber violado a una compañerita y por casi matar a otro niño que había intentado defenderla. Durante su estancia en el tutelar de menores, Fabiansito había sufrido y soportado el acoso por parte de un obeso chico apodado el Bola. Así que la relación entre los nombres y las dimensiones no hicieron sino que el chamaco recordara los abusos y entonces diera rienda suelta a su odio. Tomó un bat de beisbol que algún asistente le había regalado ese mismo día, y se dejó ir con saña. 

Cuando el Tibiri regresó y levantó del suelo a Edgardo, le dijo que no era para tanto, que afortunadamente sus capas de grasa le habían hecho el paro. Le dio un billete de quinientos y le dijo que él le llamaba para el siguiente chou. 

Edgardo se cambió la ropa y maltrecho salió de ese infierno. Ya no puedo más, este no es mi mundo, se decía mientras caminaba por el barrio. Pensó en su abuelita, en la pesadez de su vida, en la crueldad de la gente, recordó como su existencia había avergonzado a Paty, su experiencia más cercana con el amor, y decidió rendirse. Entró a un lote baldío, se sentó entre la basura y comenzó a llorar. Aquí terminaré mis días, se dijo. Entre sus lamentos escuchó otros que no eran suyos. Buscó entre la podredumbre y porquería del lote baldío y encontró a varios perritos recién nacidos. Vio cómo, pese a estar solos en el mundo, hacían lo imposible por mantenerse vivos. Ese pensamiento diluyó toda su tristeza y resentimiento. Puso a los perritos dentro de una caja y retomó su camino.

—¿Mi Ed, lo mismo de siempre?

—Sí por favor. Nomás que ahora dame un platito con carne cruda, otro con tantita agua y una coca light. Digo, ya me tengo que empezar a cuidar porque ahora soy papá. 

  

No hay comentarios:

Publicar un comentario