5.31.2016

En algún momento tiene que comenzar el regreso



A los diez años decidí que las caricaturas serían mi única guía de vida. A esa misma edad también me quedó claro que la convivencia entre mis iguales era tan solo un juego de niños. Así que desde ese entones preferí amigarme con los charcos, los árboles, las arañas y los espejos.

Antes de la segunda década tomé de forma absoluta las riendas de mi vida. Me negué a cualquier tipo de dependencia, correspondencia y orden. Mi pasado y todo lo que contenía lo usé como escombros para edificar encima de ellos mi nueva vida. En ese momento lo tuve todo. Tuve la fuerza, la actitud, pero sobre todo la claridad para concebir la idea de que lo factible de una reconstrucción depende en proporción de cuánto polvo y caos se generen.


Así que llegué cubierto de heridas al tercer piso. Heridas que asumí como galones, como cruces de hierro, como corazones púrpura. Sin embargo, al llegar al descanso del tercer piso la Muerte ajena me tomó por sorpresa y en un descuido me lo robó todo. Después me enteré de que, Ella, tan insulsa, había empeñado mis pertenecías como si se trataran de meras baratijas. «Todas las medallas, al estar forjadas con sangre ajena, tienen un valor igual a cero», me dijo la muy cínica al entregarme la nota de empeño.

Hoy, la mayoría de las tropas se han jubilado. Los pocos que quedan son unos cuantos vejestorios que, mientras dan sorbos al café, platican de cuando soñaban en ser caballeros forrados en deslumbrantes armaduras y montando caballos concebidos en el infierno. «Cyrus, Tamerlán y Cerberé, no eran caballos, eran mis amigos y juntos queríamos hacer justicia. Qué recuerdos» Se dicen entre sí los viejos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario