7.08.2014

Sueño submarino

Por mi nuevo club de lectura, tuve que salir a comprar un libro. Y la verdad no sé qué pasa conmigo y mi suerte pero siempre tengo la fortuna de abordar el mismo trolebús. Ése que siempre va repleto de costales de estiércol, de ántrax o composta. El contacto es inevitable así que simplemente me dejo llevar. Llego a mi destino y miro mi ropa sucia, contaminada de cuanta mierda existe. Me deshago de ella. Ya desnudo, tomo mi backpack y sigo mi camino. Cuando llego a la librería, el dependiente de paquetería me dice “señor, así no puede pasar”, le digo que es un ignorante, que, por si no lo sabe, mi abrigo invisible es el top de la moda en Europa. El dependiente asume su ignorancia con sonrojo y me entrega el ticket a cambio de mi mochila. Antes de entrar de lleno a la librería, me detengo al pie de la entrada y grito “A ver, hijosdelagranputa, no vengo a presumirles nada que no sea su estupidez. Y si tienen alguna duda, el pendejo de paquetería les ofrecerá todos los informes”. Entro. Lo primero que deslumbra mi corazón es una fogata sin prender, sí, una mesa con libros apilados de autoayuda. Pregunto en dónde están los pinches cerillos pero nadie me contesta. Groseros, pienso. Se acerca a mí una señorita con cara de conejo y peinado de libro abierto, ¿casualidad? lo dudo. Me pregunta qué necesito -pienso que no estoy dispuesto a buscar el libro en medio de todo ese caos y mucho menos de mostrarle los pelos de mi culo a medio mundo- decido darle el título de mi libro, da media vuelta mientras con una mano se retoca el libro y con la otra acaricia suavemente el sitio donde deberían de estar las nalgas. Miro al rededor y recuerdo por qué odio esos lugares tan espantosos: toda la gente asume una apariencia de ávido lector, fingiendo educación y modales de gente culta; parados delante de las estanterías, estorbando, apoyado todo su peso sobre un solo pie mientras que con el otro tararean la canción de Ray Conniff que suena de fondo; odio la brusquedad con que toman los libros, cómo primero leen la reseña de la contrapartoda para después ver fijamente y durante una eternidad los monitos de la portada. Odio cómo abren los libros justo por el centro, exactamente a la mitad con la intención de verle la cara al autor y pensar “¡ajá, mira, llegue al clímax así de rápido!”. Repito: los odio. La conejodependiente regresa y me entrega el libro. Me pregunta si necesito otra cosa, le digo que dos. La primera es que me indique dónde mierda está la salida, la segunda, que haga un tributo al género de fantasía y que, mágicamente, se esfume de mi vista. Pero el suplicio aún no termina. Llego a la caja y una señora con cara de hamburguesa me cuestiona, “¿encontró lo que buscaba?, ¿lo atendieron bien?, ¿podría llenar una encuesta sobre nuestro servicio?” y sin dudar le contesto: “sí, no y ni madres”, le doy una mordida y salgo lo más rápido que puedo. ¡Mierda, la mochila! Regreso por ella aún más enfurecido con el mundo mientras imagino con todas mis fuerzas que esa backpack está llena de bombas atómicas espolvoreadas con dinamita. Imagino cómo explotaría todo: libreros, mesitas, tripas y millones de hojas volando libres por los aires, como palomas de la paz que irían cagando palabras sobre las cabezas de todos los citadinos sobrevivientes a la hecatombe. Pero no, mi mochila sólo guarda dos plumas, un lápiz, mi cuaderno y un plátano ya medio pútrido. Parece que va a llover y decido guardar en la bolsa plástica de mi compra, el libro y mi cuaderno. Se ven lindos, como novios debajo de las cobijas, pienso. Salgo de la librería y me como la mitad buena del plátano, la otra la dejo en la banqueta para que algún perrito callejero o alguna ratita desnutrida tengan su dosis diaria de potasio. La cáscara la coloco estratégicamente en la entrada de la librería, con la intención de que algún comprabestsellers resbale con ella y muera. Vaya, parece que los diarios amarillístas tendrán chamba divertida, pienso y con vergüenza me río. Sigo mi camino y mi predicción del tiempo es precisa: llueve, y mucho. Mantengo mi paso con la intención que la lluvia enfríe algo de mi odio. Me siento mojado pero no del todo. A mi paso encuentro un parque con bancas hechas de piedra. Están tan mal hechas que por la lluvia se forman charcos en el lugar donde la gente posa las sentaderas. Pienso que el culo es lo único que falta por mojarme, y tomo asiento. Pero no es un charco, es un hoyo y la gravedad me jala al fondo. Es oscuro, frío y amplio. Insisto: no es un charco, es el fondo del océano. Mi tristeza no me deja ver y a mí no me importa. Busco un lugar entre la arena, hago con mi mochila una almohada, me recuesto, cruzo las piernas y prendo un cigarro. Mientras lloro, aspiro mis mocos y fumo -así, en ese orden- una piedra marina golpea mi pie, otra más me da en la mano, una en la cabeza, en el pito, cientos de granitos de arena alborotados tapan mis lagrimales. Como puedo me levanto y busco a mi enemigo. Es una corriente submarina que viene destruyendo todo a su paso. Justo cuando pasa unos de sus brazos frente a mí, la tomo, le hago una llave china, una patada, dos voladoras y un cabezazo. Mantengo mis manos sobre su cuello y le grito “¡qué mierda te pasa!, ¡crees que puedes hacer tu desmadre así como así!, ¡consideración, con una chingada!, ¡no estás sola en este puto mundo!, le digo. Ella, sin saber lo que pasaba, entiende y me ofrece una disculpa, “perdón, señor, no sabía que alguien andaba por aquí sufriendo”. Está bien, señora, yo también tuve la culpa porque no lloré lo suficientemente fuerte para avisar de mi presencia. La turbulencia recoge sus piedras, su arena, su bancos de peces muertos, y se va muy apenada. Regreso a mi postura y lloro, aspiro y fumo. No voy ni en el tercer lamento cuando algo pasa muy rápido frente a mis ojos. ¿Una bala perdida, un torpedo enemigo? No sé, pienso que, según yo, aún no tengo enemigos en el fondo del océano, pero uno nunca sabe. El proyectil regresa pero ahora más lento. Viene directo a mí. ¡Y sí! no es un proyectil, es una tortuga. Es blanca, con el cabello largo, quebrado y negro, tiene las tetas firmes y sus ojos son verde tortuga. Se para frente a mí, me abraza con sus aletas, recarga su cabeza en mi hombro y me dice “hola, querido”. Le doy un beso chiquito en su boca de tortuga y ella me dice que la siga hacia la superficie. Y la gente no sabe, pero cuando uno está en el fondo, la superficie es el cielo.

Despierto y lo primero que hago es cerciorarme de que no estoy muerto; me tiro un pedo, prendo un cigarro y veo el foco ahorrador al centro de la habitación: ¡ahuevo, esos focos no existen en el infierno!

Me siento a la mesa y escribo: “Querida Ángel-tortuga, ¡anoche soñé contigo!

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