2.21.2014

Hordas cumpleañeras

—¡Ni madres!

—¡Pero…!

—¡Que no, con una chingada!

—¡Puedo hacer lo que sea, ándale!

—¿No leíste bien la invitación?

—Sí, pero ya te dije que a mi papá le retrasaron su quincena y…

—Decía bien clarito y con unas letrotras del tamaño de tu cabezota: “SIN REGALO MEJOR NI VENGAS. GRACIAS”.

—Sí ya sé, pero puedo hacer los mandados o lo que tú quieras. Además mi mamá se quedó hasta tarde remendando mi disfraz. Ándale, no seas malito.

—Mmmm, está bien, Sebastián, te voy a dejar pasar con la condición de que le ayudes al Chino a terminar las piñatas que aún faltan por decorar. ¡Ah! Y con ese disfraz de perro serás la mascota de mi ejército, porque la invitación también decía “DISFRAZADO DE GUERRERO PREHISTÓRICO”, pero bueno…

Era la fiesta de cumpleaños número nueve de Jiu. En ese último año, el negocio de pollos rostizados y caducos del Vitola, el padre de Jiu, iba viento en popa, tanto que había decidido matar dos pájaros de un solo tiro: organizar una fiesta de disfraces para su hijo en el local de la nueva y putrefacta rosticería. 
Los invitados eran los niños de la cuadra, los compañeritos de la escuela y los hijos de algunos funcionarios de baja categoría de la Secretaría de Salubridad. El plan de Jiu era que los dejaran solos –a sus amiguitos y a él– durante toda la mañana y tarde para que hicieran lo que se les antojara en el nuevo local porque total, después de la fiesta todo sería remodelado. Como era sábado y el Vitola ya tenía varios días festejando su incursión al mundo de los negocios, todo le daba igual y acepto sin chistar la petición de su hijo. Ya estaba más que borracho.

—Y como rey de estas tierras salvajes les ordeno que destruyan absolutamente todo— pronunció Jiu desde arriba de un lavabo reseco, a su horda de pequeños salvajes.

—Pero nos van a regañar— dijo uno de los niños que estaba como trance mientras que con su pequeño dedo metía y sacaba un chicle de la boca.

—¿Y tú quién mierda eres, quién te invitó?— preguntó Jiu al grado de la cólera.

—Me llamo Miguelito y vivo en la cerrada, tu papá invitó a mi familia dizque porque iba a haber comida gratis. 

—¡Ah! O sea que además de no cumplir con la regla del disfraz, tú y tu familia vinieron nomás a gorrear y no a rendirme tributo— le dijo Jiu con tono retador al niño disfrazado de Pablo Mármol, el picapiedra. 

—Yo no sé qué es eso de gorrear. Yo vine…

—¡Hola, soldados!— interrumpió con una reverencia, Eloy, el niño recién llegado y disfrazado de caballero de la mesa redonda. 
Eloy era el niño rico de la cuadra. Las viejas chismosas de la colonia decían que su padre tenía negocios muy turbios con el gobierno y que gracias a él y sus conectes, la delegación había instalado el alumbrado público, asfaltado las calles y construido la nueva lechería popular. A ciencia cierta nadie sabía si su padre era un hombre poderoso. Lo cierto es que el disfraz de Eloy en verdad se veía muy bonito y costoso; tenía una capa larga y roja de terciopelo y grabados fieros leones en cada costado del casco, el resto de la armadura era latón pulido que reflejaba la luz del sol del medio día provocándoles ceguera a los niños que se mantenían con la boca abierta y casi babeando ante tan fino guerrero. 

—¡Ay buey, qué padre está tu armadura!— exclamó el niño gorrón casi tragándose el chicle.

—¡Chino, mira, un guerrero de verdad!— gritó el niño sin regalo mientras botaba las tijeras, el engrudo, el papel de china y la piñata que estaba terminando de decorar.
En segundos diez niños estaban alrededor del caballero, admirando la fina armadura. Todos menos Jiu.

—¡A ver, hijos de la chingada!, esta es mi fiesta y es mí a quien tienen que adorar y no al güerito este disfrazado de olla express— le gritó Jiu a la horda de babosos desde su trono con forma de pileta. 

—¡Ah! Así que tú eres el festejado. Dime, noble campesino, ¿por qué todo tu pueblo está vestido con harapos?— dijo Eloy abriéndose camino entre los niños y limpiando su brillante escudo.

—¡¿Campesino?!... campesino la más puta de tu casa, pendejo. Y no sé quién seas, pero veo que eres la sensación entre esta bola de animales— dijo Jiu casi entre dientes y apretando con ambas manos su mazo de jefe guerrero prehistórico. 

—Tranquilízate, buen hombre. Soy Eloy y vivo en frente y, las noticias de la corte dicen que tu papá le ha solicitado ayuda a mi padre para que su negocio funcione bien. Así que nos invitó a tu fiesta, la cual aprovecharé para echar un ojo a mi reino.

—Uy ya viste cómo habla, segurito va a una escuela de paga— se cuchichearon el niño pobre y el gorrón del chicle ya en ese momento sin nada de sabor.
—Ay, no mames— suspiró Jiu para luego tomar aire— mira, Eloy, caballero de la mesa cagada, ni yo soy un buen hombre, un pendejo campesino y mucho menos este es tu reino, es mí-ooo— dijo Jiu a pocos centímetros del rostro de Eloy.

—No mames se van a madrear— otra vez los niños metiches y muy entretenidos.

—Jajaja, hablas muy gracioso, por eso me gusta salir y convivir con la gente del pueblo. ¿Sabes? He leído muchos libros de historias de guerra, de caballeros, de cómo ser un excelente rey, tácticas de defensa, de…

—¡A la verga!— gritó Jiu con todas sus fuerzas para respaldar el potente mazazo que le asestó a Eloy, el brillante caballero.
Los niños-harapo-divertidos abrieron ojos y boca a su máximo mientras Eloy caía primero de rodillas, para después terminar recostado y sin sentido sobre el suelo. ¡Bravo!, ¡eh, eh, eh! Fue el grito de la infantil horda festejando a su señor. De entre ellos sobresalió un grito: —¡no mames, ya lo mataste—le gritó el niño-no regalo a Jiu.

—Y escuchen bien, esta es mi fiesta y todos harán lo que yo quiera o ese será su fin. ¡¿Entendieron, tarados?!— dijo Jiu con un pie encima de su oponente derribado, para después inclinarse sobre él y escuchar si aún respiraba —no está muerto, es un marica y sólo perdió el conocimiento. A ver, Sebas, trae papel de china, periódico y el engrudo. Ustedes, babosos, ayúdenle— les ordenó Jiu.
Así, la turba de niños, primero guerreros, ahora artesanos de la piñata, comenzaron rápidamente a desvestir al caballero de su brillante armadura para después empapelarlo con periódicos, papel de china y engrudo. Hasta el mecate para colgarlo le pasaron por los brazos y piernas.

—Jiu, ¿también le ponemos en la cabeza?— preguntó Sebastián intrigado más por el poco sabor de su chicle. 

—Mmmm, sí, pero primero ponle unos popotes en la nariz para que pueda respirar— contestó Jiu pensativo sobre si era buena idea lo del niño-piñata.

—¿Y de qué le hacemos la cabeza, de perro, pájaro o gato?— otra vez Sebastián.

—Qué te parece si se la pones de tu putamadre, no sé, de lo que quieran…
En menos de una hora los niños ya había terminado de empiñatar a Eloy, quien poco a poco regresaba a la vida, pero no entendía lo qué estaba pasando. Tanto papel, tanto engrudo y el pasar del tiempo hicieron que para Eloy, el ahora caballero piñata, le fuese imposible moverse, ni siquiera podía hablar, ni ver, ni nada, lo único que se escuchaban eran unos fuertes quejidos. Para la horda de salvajitos todo era risas, gelatinas, gomitas y diversión. 
El tiempo pasaba y seguían llegando invitados, chicos y grandes. Llegó la música y con ella la bebida para los adultos. Cantaron las mañanitas, felicitaron al Vitola por la nueva rosticería y Jiu abrió absolutamente todos los regalos. Comenzó el baile mientras la tarde y los borrachos inundaban el ambiente.

—¿Y a qué ni saben quién de la cuadra tiene una pistola?— Miguelito, ya con chicle nuevo, cuestionaba a la turba de salvajes.

—No mames, sea quien sea que tenga una pistola le ordeno que en este momento me la enseñe— ordenó Jiu muy interesado.

—No Jiu, la fusca no la tiene nadie de aquí, la tienen los pelones que viven al fondo del callejón. Mi jefa dice que es gente mala porque venden medicinas muy peligrosas que hacen que te quedes loco. Pero a mí me caen bien.

—Pues yo digo que tu mamá es una vieja chismosa y que no hay que creerle nada. Hagamos una expedición por nuevas tierras y busquemos a esos pelones para que nos presten tantito su fusca. ¡Arre!
Así se organizo la horda y salió del local hacia la calle en busca de nuevas aventuras. Mientras, en la fiesta, todos, señoras, señores y uno que otro jovencito ya estaban borrachos. Bailaban, cantaban y comían pastel. También para ellos todo era diversión.

—A ver, a ver, a ver, que doña Licha le muerda al pastel.

—¡Sí, pero que primero se limpie las babas, vieja puerca!

—Puerca su chingadamadre, yo soy una dama, pinches putos.

—Voy voy, pinche Licha y dama o no, dale unas mordiditas a mi pastelote, jajajajaja.

—No, ya sé. Mejor hay que romper una piñata total, sepa la chingada dónde andan los chamacos.

—Órale, a eso sí le entro.

—Pinche Licha, nomás te dicen que agarres el palo y ahí vas…

—Dale dale, no pierdas el tino porque si lo pierdes…

—¡Ayyyyy!

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