Pongamos que todo lo
ocurrido no es sino la minuciosa sucesión de hechos que determinan
un complejo estado anímico: desolación, hartazgo, recuerdo,
violencia, dolor e incongruencia, en ese preciso y justo orden.
Cuando desperté, ni mi
brazo ni mi pierna te encontraron. Abrí los ojos, exploré el campo
hasta el horizonte y lo único que pude ver fue tu figura marcada
sobre la cama, sobre nuestra cama, sobre nuestro campo a veces de
batallas, a veces de festines.
La nota lo decía todo:
Nos hemos despedido tantas veces que una más sería una ofensa a
todo lo que fuimos. Cuídate. Laura.
Estiré mis
extremidades, me tallé los ojos, me toqué el pito para cerciorarme
que no te lo habías llevado y me levanté de la cama con la única
intención de juntar tus cosas y mandarlas a la mierda. ¿Una
más o una menos? No sé,
-pensé mientras buscaba tus cosas- lo
menos que necesito en este momento son divagaciones matemáticas.
Así que decidí terminar de juntar tus olvidadas pertenencias para
después salir a desayunar. Admito que la desolación llegó cuando
caí en cuenta que a mi existencia no solo le hacías falta tú, sino
también el dinero. Busqué aquí, busqué allá y nada. Abrí los
estantes de la cocina esperando encontrar algún manjar, pero a quién
iba a engañar, mi cocina era como esos edificios de la posguerra tan
abandonados que son perfectos para dar asilo al polvo y a alguna lata
olvidada. Y sí, cuando miré dentro, juro por mi madre que vi al
fondo de la pequeña alacena cómo una lata de atún miró al paquete
de tostadas con unos ojos que decían: manita,
manita, por fin nos van a comer.
Por lo delicado de la
situación, decidí no mirar la fecha de caducidad, así que sin más
y con los ojos cerrados abrí la lata. Toc-toc.
¿Quién es? La vieja Inés. No quiero nada, váyase.
Regresé a la mesa con los ojos abiertos y vi cómo una mosca estaba
sentada y columpiando sus patas traseras en el borde de la lata. Me
senté a la mesa y ella, con un solo ojo me vio mientras que los
otros novecientos ojos miraban lo que comían. A mí me pareció una
grosería por no decir un desaire, una total desconsideración. Mosca
hijadeputa, te voy a despedazar. Ella
nada, dale que dale al atún, dale que dale a mi comida. Mientras
pensaba en qué técnica usar para cazarla y que el cadáver de la
mosca no terminara siendo parte de mi alimento, recordé uno de mis
cuentos favoritos, Matamoscas
de un tal Paredes.
Aunque,
a decir verdad, sólo recordé el título y nada de la trama. Así
que maldije a la mosca hijadeputa, a mi memoria, a tu ausencia, a mi
pobreza, a la gente que se muere, a la literatura y al arte en
general. Intenté aclarar mis pensamientos con un grito de yoga que
una novia zen me había enseñado: es
como si el gobierno opresor arrojara una bomba atómica en tu cabeza.
Todo quedará en blanco y hasta los pensamientos más necios no serán
sino como polvo en el desierto.
Pero desafortunadamente, por mi inexperiencia en las artes de la Luz,
supongo, mi grito fue la onomatopeya de la bomba atómica que estalló
sí, pero fuera de mí. La mosca voló con una sonrisa burlona
perfectamente dibujada en su minúscula cara e hizo que me prendiera
aún más. Ya
verás hijadeputa, te destriparé con mis propias manos.
Lancé cientos de puñetazos y ella, con gran maestría, evadía mis
golpes mientras reía a carcajadas locas. Y a ciencia cierta no sé
cuánto tiempo pasó, no sé si fueron minutos o días, pero al final
los dos ya estábamos exhaustos. Sin embargo, la idea de ser
derrotado por un ser minúsculo me hizo reunir todas mis fuerzas y
voluntad en un último intento, y la maté de un solo puñetazo.
Aunque la muerte sólo fue para uno, el dolor fue mutuo. Terminé con
el dedo índice de la mano derecha destrozado. Me dolía como nunca
me ha dolido nada. De hecho puedo asegurar que ese fatídico evento
cambió mi vida ya que, por no tener dinero, me fue imposible ir al
doctor y llevar una terapia digna.
Ahora mi dedo está
chueco y adolorido y, como soy diestro, me he visto obligado a
reeducar a mi mano izquierda, mis modos y costumbres, incluso para
realizar las actividades más mundanas. Ya nada es igual, me rasco y
limpio la cola con la zurda. La cartera la uso del lado contrario del
que estaba acostumbrado. Toco los timbres con el dedo grosero, me
desplazo en el celular con el dedo meñique y le cambio a la tele con
el pulgar. Le conté a mi mejor amigo sobre lo acontecido y me dijo
que en algunas culturas la gente lleva la uña del dedo meñique muy
larga, esto con el fin de facilitar la extracción del cerumen de la
orejas, los mocos de la nariz y uno que otro trocillo de caca o papel
higienico del culo. Incluso, ahora, escribir es todo un reto, sobre
todo porque tengo que soportar las vergüenzas que mis incoherentes
escritos me hacen pasar. Como esta carta que te escribí, Laura, para
pedirte que regreses. Te extraño.
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