10.31.2013

Verde vida, verde fuerte.





Cuenta la leyenda que todas las plantas, por ser seres vivos, también son sensibles. Que si la intención es mantener un exótico jardín, un frondoso florero o unas bellas jardineras, macetas, etcétera, entonces será necesario mantener un contacto cercano con el herbaje y demás flora contenida; proporcionarles de vez en vez masajes higiénicos con un trapito pasado por un tanto de jugo de naranja y otro de aceite de olivo. Remover la tierra y hacer profundos agujeritos en ella para que el oxígeno, el nitrógeno y algún otro nutriente, tengan un fácil acceso a las raíces. Así también, será necesario hablarles directo a sus oídos porosos; decirles que para nosotros son muy importantes, que nos sentimos agradecidos porque su presencia enverdece o colorea –sea el caso que sea- lo gris del paisaje. Y sobre todo, nunca hay que olvidar mencionarles que ellas, más que las células o los neutrinos, son la verdadera unidad de la vida. Sin embargo, la ciencia dice otra cosa: todos los seres vivos somos la resultante de fenómenos físicos y químicos. Partículas agrupadas y en movimiento constante que producen otros fenómenos como la fuerza, el trabajo, el calor. En suma, los seres vivos somos energía en reacción. Y así tenemos que, creer que las plantas son susceptibles a nuestros mimos y palabras de confort, es algo de lo más estúpido. Porque acá entre nos, sinceramente creo que a una planta le da igual si le susurramos la palabra “hermosa” o la frase “pastura de pocamonta”; que toquemos los capullos recién nacidos, con tacto de madre o con jaloneos dignos de un hijodeputa; que una mañana mientras se asoma el señor sol bañemos con un delicado y dulce rocío las hojitas tiernas y por la noche o madrugada, las reguemos con tibios orines o pestilentes vomitadas. Por ejemplo, desde hace algunos años tengo contacto con un árbol de mandarinas. Desde siempre lo he procurado invirtiendo varias horas de mi tiempo en su cuidado. Quito la hierba mala, lo riego, remuevo la tierra y siempre que es temporada me como todas las mandarinas agrias. Alguien, una vez me dijo que era necesario cortar todos los frutos, que no tenía que permitir que se pudrieran en el árbol ya que esto provocaría un “desaire” en él, y para el siguiente año no produciría nada. Así que la recolección y repartición pasaron a ser parte de las prioridades, prioridades divertidas por cierto. Salía a medio día con varias bolsas llenas de mandarinas, pasaba con el don de la tiendita, el de la “pape”, con los hermanos carniceros, con la vieja gorda y odiosa de la tortillería, con los cerdos del sitio de taxis y los fines de semana, repartía entre conocidos y familiares los frutos del arbolito. Este año las cosas son diferentes. La papelería cerró, los hijos de la maciza y el tuétano se deshermanaron, la vieja de las tortillas se transformó en una adolescente que sólo sabe preguntar entre dientes “cuánto” y el arbolito dejó de regalar mandarinas. Ni una sola.

Debo decir que este árbol además de alimentarnos a la colonia y a mí, también ha sido mi amigo. En las tardes de calor y hartazgo de pantallas, teléfonos y gente idiota, salgo a fumar al cobijo de su sombra. Prendo un cigarro y fumo mientras espero ver cómo nace la primer mandarina. Sí, es algo estúpido, pero no niego que he pasado varios cigarros y tardes esperando tal evento.

En fin y pese a lo que dice la ciencia, creo que el arbolito, mi amigo, se ha contagiado de mis últimos meses de desesperanza. Reconozco que él tampoco quiere saber nada de brutos carniceros, codiciosas tortilleras, pervertidos motorizados y mucho menos, de ofrecer lo que nadie pide. Y aún así, a mí me hace feliz. Me muestra cómo seguir erguido en silencio y en medio de la hierba mala, al centro de un jardín casi abandonado. Soportando el peso del sol, lo irritante del viento, las meadas de los gatos vecinos y lo gris de todo. Así, con las ramas vacías como mis manos sin mandarinas.



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