1.16.2013

Abismo rosado

Habían pasado seis meses desde que Pamela, su novia, lo había dejado. El rompimiento le cayó muy pesado, tanto que padecía una fuerte depresión; se sentía muy solo, dormía mucho, su atención estaba dispersa, tenía ataques de ansiedad que siempre terminaba en llanto y seguido olvidaba cosas importantes.

Era un lunes pasada la mañana cuando consiguió una entrevista de trabajo para ese mismo día a las 2:00 de la tarde, tenía tiempo de sobra. Hizo algo de ejercicio y se metió a bañar.

—¡Mierda, no pagué el gas! —maldijo mientras las gotas heladas salpicaban su huesudo cuerpo.

El lugar más cercano donde aceptaban pagos atrasados, estaba algo retirado. Pero no era problema, tenía tiempo suficiente y a una cuadra de su casa pasaba un camión que lo llevaba hasta ese punto.

Ya tenía quince minutos esperando en la parada cuando cayó en cuenta de que el medio día, no era la mejor hora para salir a la calle: cientos, miles de señoras desquiciadas con niños, con mochilas, dulces, globos, gritos y llantos. Unas, las recién bañadas, contaminando el medio ambiente con su peste de cremas, perfumes, pociones y shampoos de chile con sábila. Otras, las más agresivas, andaban por la vida compartiendo las diversas experiencias de su cotidianidad; si habían cocinaron chicharrón, si limpiaron con pinol, si olvidaron ponerse desodorante… o las peores, las que usan huaraches y chanclas sin antes lavarse los pies y que a cada paso, van dejando una apestosa e invisible estela de su asquerosa presencia y malas costumbres.

En fin, él, y todas esas señoras, con todos esos niños y con todos esos olores, abordaron el trolebús infernal. Buscó un sitio apartado pero le fue imposible, los bultos decidían su lugar.

—No es tan malo, estoy frente a una ventanilla y cerca de la puerta. Es un lugar seguro en caso de que una de las miles de señoras decida transformarse en algo desconocido —pensó mientras limpiaba con un pañuelo el barandal de donde se sostenía.

Nunca le había gustado meterse en los asuntos ajenos por lo cual, siempre usaba audífonos con todo el volumen posible; escuchar a los oficinistas hablar de la minifalda de Rosita, la nueva recepcionista, a las señoritas que van cobrando la tanda vía celular, a las colegialas de rodillas raspadas y emocionadas por no sé qué tarada estrella de rock, a los adolescentes hablando de los niveles imposibles de tal videojuego, a las viejecitas que siempre ponen cara de perrito abandonado y se quejan de mil dolores y enfermedades, no, eso no era lo suyo.

La chusma seguía subiendo con cada parada. Y en una de ellas, sus ojos alcanzaron a ver a una señora de dimensiones verdaderamente groseras. Pensó que si el diablo existiera sería así, como ella, así, de ese tamaño y con ese color de piel rosa irritado, rosa enojado, rosa mexicano. Con la cabeza esponjada y llena de chinos asesinos, elaborados por algún artista de la cultura de belleza, y de nombre Fransuá. Sintió un escalofrío cuando la señora desde lo lejos, clavó su vista de telenovela en él. Y más, porque aquel monstruo se acercaba lentamente y a con paso, el camión se inclinaba hacia un lado, hacia el otro. Todo el ambiente fue invadido por un aire de terror mezclado con crema nívea, amoniaco y peróxido de 100 volúmenes. La señora llegó hasta donde estaba y se paró justo detrás de él. De un golpe bajó sus pesadas y voluminosas maletas que se podría asegurar, estaban llenas de muertos que aún no a terminaba de comer. Apestaban a muerte.

Y mientras él, nuestro asustado y abandonado protagonista buscaba las mínimas corrientes de aire puro, ¡zas! sintió el repegón. Húmedo, caliente, inmenso. Como si una cama de agua puerca, tamaño king size y con el termostato descompuesto, lo abrazara.

—No hay escapatoria y casi llego a mi destino. Tengo que pensar en algo lindo. No tengo miedo, soy feliz, me siento bien, todo va a pasar —se dijo así mismo con la intención de encontrar algo de paz.

Como pudo, sacó su celular y buscó uno de tantos tracks de meditación que su psicólogo le había proporcionado para que los escuchara en los peores momentos. Mal movimiento: sintió cómo la vieja, con la morbosa intensión de mirar su pantalla, acercaba su enorme rostro con todo y su aliento de carnitas insecticidas. Él, pensó que era suficiente y tuvo la intención de darle un codazo, pero le aterró la idea de perder el brazo dentro de aquella masa gelatinosa, dentro de ese abismo profundo y rosado. De tanto miedo y calor, sintió cómo se empezaba a desvanecer. Justo en ese momento, el sistema aleatorio de su reproductor tocó el track "Bandito, de Dick Dale, música surf", y con la primer nota las cosas cambiaron. La música lo llevó al mar, a la playa, a los cocos con gin, a las chicas en bikini, a los tatuajes extraños, al sol que no molesta… Estaba en otro lado, en lugar donde ya nada importaba; ni el abandono de Pamela, ni el abrazo monstruoso, ni los niños escandalosos, ni la monja que iba frente a él con sus miles de trapos que cubrían su cuerpo inmaculado y muerto de calor. Ya ni siquiera pagar la cuenta del gas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario